Ya tenía su titulo de Doctor cuando llegó a la Universidad Tecnológica de Pereira. Hizo estación temporal como docente en la Universidad del Quindío. Se preocupa por explicarle bien al estudiante como argumento para no regalarle nada, ni la ayuda de una décima en la nota. Es exigente porque quiere que el estudiante aprenda no solo operaciones, ecuaciones y formulas si no a ser analítico y desarrolle su pensamiento crítico. Se considera un padre feliz y un esposo realizado.






Se trata de Herman José Serrano, quien llegó a la Universidad Tecnológica de Pereira en 1997, después de recorrer un camino largo por las matemáticas que lo inició en la Universidad Javeriana, con sus estudios de pregrado y una maestría a la que le faltó sustentar el trabajo final, luego lo llevó a los estudios de doctorado en Estados Unidos y posteriormente al Eje Cafetero como docente en la Universidad del Quindío.
Cuando se le pregunta cuántos años lleva en la institución Pereirana, responde “Más de los que vale la pena contar”, son veintiocho, pero él prefiere medirlos no por la cifra sino por las experiencias: los cursos que ha dictado, los proyectos compartidos, los estudiantes que aprendieron a pensar con él, las risas en las canchas y el gusto intacto por enseñar matemáticas.
Nació en Bogotá, hijo de una madre manizaleña y un padre santandereano. Ellos se conocieron por cartas, era una época en la que la comunicación a distancia era escrita y el cómplice era Adpostal, la única empresa estatal de correos que tenía Colombia. Se crio en la capital colombiana, con el privilegio de poder estudiar en la Universidad de los Andes cuando aún era posible hacerlo con esfuerzo familiar y con la ayuda del ICETEX. “Hoy no habría podido entrar”, reconoce, con la sinceridad que lo acompaña en cada afirmación. Allí se hizo matemático, asistente graduado, maestro en formación. Luego vino el doctorado en la Universidad de Notre Dame, en Estados Unidos, donde estudió, enseñó y vivió cinco años que le confirmaron que su vida estaría unida para siempre al lenguaje de los números.
Cuando regresó a Colombia lo que más quería era encontrar un lugar que le ofreciera calidad de vida. Esa premisa lo trajo al Eje Cafetero, porque sus padres estaban en Armenia y porque intuía que entre las montañas andinas y gente amable se podía hacer una vida tranquila. Trabajó un tiempo en la Universidad del Quindío, pero un concurso fallido, lo trajo a Pereira. “De Pereira solo conocía lo que vio alguna vez que había venido a jugar voleibol”, cuenta. Entregó su hoja de vida, presentó los exámenes, dio la conferencia de rigor y el primero de agosto de 1997 se posesionó como profesor de matemáticas en la UTP. Desde entonces permanece en el claustro pereirano, el que le ha dado muchas satisfacciones.
Herman se define en pocas palabras: “Yo me siento matemático”, área que le ha permitido hacer interdisciplinariedad . Ha sido colaborador en proyectos de ingeniería eléctrica, en estudios de eficiencia industrial, en investigaciones biomédicas. “Las matemáticas cruzan cualquier área del conocimiento”, dice con seguridad y convencimiento.
Su paso por la universidad está lleno de cruces con otros saberes: ayudó a formar estudiantes en proyectos con ingenieros, asesoró a la Comisión de Regulación de Energía y Gas junto a Harold Salazar, profesor de Ing. eléctrica en temas de teoría de juegos y subastas, trabajó con microbiólogos del Centro de Biotecnología en la Facultad de Medicina. “Si me explican un problema con calma, siempre encuentro algo que aportar”, dice. Y lo hace desde el pensamiento lógico, desde la crítica, desde esa mirada matemática que busca estructura incluso en el caos.
Su relación con la docencia es más emocional que técnica. Enseñar, para él, es un acto de provocación intelectual. “Yo no les regalo conocimientos a los estudiantes, se los extraigo”, dice con ironía. Les muestra caminos, los obliga a pensar, incluso les miente para que descubran lo incorrecto y desarrollen criterio. En su aula se habla de política, de ética, de salud mental. “A mí me parece que es muy importante que las personas sean completas”.
Tiene fama de exigente, pero más que severo es coherente. “Si usted viene y presenta un examen que merece 0.8, yo le pongo 0.8”, afirma. No hay concesiones, pero sí respeto por el esfuerzo honesto. “La evaluación tiene que ser justa y no puede ser sorpresa.” Aunque su clase tiene rigor, no es solemne: usa una pelotica de tenis para mantener despiertos a los distraídos, corre, salta, hace reír. La pedagogía, en su versión, tiene algo de juego, de ritmo y de humor.
En casi tres décadas ha visto cambiar la universidad. Llegó cuando la UTP tenía apenas 3 mil 700 estudiantes; hoy cuenta con18.mil, reconoce que los retos son otros. “Antes todos los profesores nos conocíamos”, recuerda. Había una sensación de comunidad que se ha hecho más difusa con el crecimiento. Pero también han llegado las maestrías, los doctorados, la investigación como una presencia estable. “Eso es una cosa muy buena. Hay mucha gente trabajando, y es bueno que lo hagan”. Cree en la excelencia, aunque sin idealismos: “Hay gente haciendo cosas muy buenas en investigación, pero también hay otros que no, que no vale la pena ni el papel en el que escriben, pero afortunadamente son pocos. La academia termina decantando todo”.
Prefiere enseñar en posgrado. “Los estudiantes saben a qué van”, dice. Le gusta la madurez del diálogo, la atención sostenida, la posibilidad de construir conocimiento sin distracciones. Pero sobre todo le gusta el ambiente humano de la universidad. “Es democrática —dice—. Aquí casi todo el mundo está dispuesto a conversar”.
Tiene clara su filosofía de vida, ha aprendido a elegir lo esencial para decir que lo tiene todo. “Yo he pasado muy bueno”, dice, cuando se le pregunta si ha sido feliz en la UTP. No tiene pretensiones de fama ni fortuna. Le basta con disfrutar su trabajo, tener tiempo para su familia, leer, jugar tenis, vivir tranquilo. Jugó voleibol cuarenta años hasta que las rodillas lo obligaron a parar, igual ocurrió con el fútbol; fue subcampeón nacional en equipos de profesores. “Ahora el tenis es más clemente con las rodillas”, comenta riendo. Sabe que pronto pasará al ping-pong, luego al billar, después al ajedrez. “Me gustan todos”, dice complacido.
Entre sus satisfacciones profesionales, recuerda con orgullo la creación de la maestría en enseñanza de las matemáticas. “Nos dio muchas alegrías porque fue un proyecto colectivo, un logro de equipo, un símbolo de que la universidad podía producir conocimiento propio”, señaló. Dejó huella en quienes pasaron por sus clases. “Yo no pretendo dejar legados —dice—, pero si alguien dijera que aprendió de mí a hablar con precisión, eso me haría feliz”.
Herman José Serrano es un hombre que habla con serenidad, con una mezcla de ironía y gratitud cuando se refiere a la universidad. “Es mi hogar —dice—. He vivido aquí muchos años”. Y cuando se le pregunta que le ha dado la universidad, se le quiebra la voz al responder, “Es inevitable que se le quiebre la vida a uno cuando habla de lo que quiere”.
Vive un matrimonio feliz, tiene dos hijos que ama y en los que cree. Su vida, dice, ha sido buena. La universidad le ha dado un espacio para ser quien es: un hombre que disfruta pensar, enseñar, conversar, jugar, vivir. Y eso, para él, basta.








