Carta enviada por el profesor Aurelio Suárez Montoya a los hijos y compañera del fallecido Ingeniero Carlos Augusto Cano Jaramillo.



Bogotá, junio 9 de 2008
Queridos Ana Lucía, David y Adriana Osorio:

En estos momentos precisos, cuando Augusto está volviendo a la tierra, les dirijo estas letras porque entre todas las personas que él amó, ustedes, junto con doña Jahel, eran los primeros. Su orgullo era su hija, “ingeniera globalizada”, dotada de dos dones envidiables, gran belleza y gran inteligencia, y David, “el neno”, cuyos avances en todos los órdenes, en conocimientos, en crecimiento y comprensión, en deportes y, en general en su desarrollo integral, eran motivo permanente de júbilo y celebración. Y, Adriana, su compañía de los últimos años, que fue objeto de sus más sensibles sentimientos.

La existencia de Augusto ratifica que una persona decente y honesta, democrática y patriótica, que un revolucionario puede vivir, sin claudicar, sin entregarse, sin renegar, sin que ello no lo desmerezca sino que, al contrario, lo engrandece. Una de las cosas con las que más disfrutaba era precisamente con las barrabasadas y comportamientos equívocos de aquellos que enarbolan la máxima, “los principios cambian con el tiempo”. Porque su práctica laboral, social y política fue exactamente lo contrario: la consecuencia con las ideas, desechando el arribismo y las seducciones momentáneas. Cumplió con lo que pocos seres humanos logran: la coincidencia de lo que se piensa con lo que se vive.

Siempre fue así. Desde que cuando joven “escandalizó” con su ideología a los parroquianos de Santuario, cuando con los campesinos se plantó en el puente de La Virginia sobre el Río Cauca en varios paros de desobediencia civil cafetera, cuando en las asambleas de la UTP contendía con altura pero con firmeza a la derecha, tanto a la abierta como a la camuflada, cuando, como miles de veces, salía en las marchas ciudadanas, cuando recorría las cordilleras reuniendo los caficultores apoyando sus luchas reivindicativas, cuando iba a las carpas obreras a solidarizarse con las huelgas, hasta en los últimos años cuando en forma constante velaba porque el Polo Democrático Alternativo cuajara como el gran proyecto político de la izquierda democrática para Colombia.

Pero lo más impactante era que todo lo hacía de un modo particular, con la alegría de su propia impronta. Como cuando enseñaba el concepto “infinito” en sus clases, cuando conectaba un osciloscopio a los árboles frutales de Laguneta para inferir la influencia del cosmos en los ciclos productivos, cuando dedicaba horas enteras a la astronomía, otra de sus pasiones, cuando comentaba las incidencias de la Facultad con Eyder, Didier, Álvaro, Alejandro o el “gordo” Calle, cuando le enseñó a mi hijo Santiago a construir un imán, cuando debatía con Jaime Hernández sobre algún tema científico, con Antonio Isaza de arte o se reía de alguna ocurrencia de José Enver y, desde luego, cuando participaba en jolgorios. Para todos tenía una actitud comprensiva y una palabra generosa pero también expresaba un repudio enorme por lo que consideraba el peor de los actos humanos: la traición y la deslealtad.

El balance final de Augusto no puede ser mejor. Por su talante le caben las palabras que pronunciara Francisco Mosquera ante la tumba de Hernando Patiño: “De cualquier modo la semilla sembrada por este hombre admirable germinará para provecho de las futuras generaciones”.

Con sentimiento de amistad perdurable,
Aurelio Suárez Montoya.