Reportaje realizado por el periódico La Tarde al profesor Alberto Verón, docente de la Facultad de Ciencias de la Educación.



“Hay que mirar a las víctimas del desarrollo, no a los íconos del progreso”Alberto Verón a propósito de la Filosofía y la Memoria
Juan Miguel Álvarez - juanmi@rocketmail.com

Verón es un tipo extraño. Digamos, para empezar, que cumple con la máscara que la historia le ha dado a los intelectuales: una suerte de freak fácilmente distinguible entre la multitud con sólo un par de gestos. Pero su carácter o eso que yo llamo extraño no es una mera cuestión de atuendo; de hecho, en eso también cumple con los parámetros históricos: se viste como cualquiera, como un ciudadano de a pie. En resumen, es un hombre que habla con palabras y parafrasea con las manos y los ojos y la boca, y raspa su amplia frente todo el tiempo como cuando una maga frota la bola de cristal esperando hallar el secreto del universo.

Verón hace parte de esa galería generacional de escritores nacidos en la década de 1960 que nos han acostumbrado a cierto tipo de escritura sofisticada, justo entre las calles de Colombia, es decir, de un paisaje desértico que se contrapone como muro a cualquier pensamiento liberador. Los libros de esta generación son un intento de cosmopolitismo cultural elaborado a lo largo de décadas, aunado a una lectura juiciosa de autores del siglo XX, y con la impronta personal de su ironía para ver el mundo y la ciudad.

Después de publicar un libro de análisis sobre el legado de Wálter Benjamín en América latina, Verón presenta ahora un libro titulado “Filosofía y Memoria, el regreso de los espectros” (Hoyos Editores, 2008), que es una antología de sus artículos escritos en los tres últimos años y que ha publicado en revistas de ciencias sociales de universidades españolas, así como en Le Monde, edición Colombia, y en otros impresos de habla hispana. Todos los textos tienen un sentido común: proponer cuál es el papel de la filosofía en la construcción de la memoria de una sociedad.

J.M.A.: Has dicho que tu punto de partida hacia la Globalización fue la lectura de Benjamín. Una de las preocupaciones que se suscitaron después de que el proceso globalizador ya era un plomo insoslayable, fue la de construir memoria colectiva sobre todo en sociedades de poco arraigo en la historia, como la latinoamericana. Frente a ese flujo de conocimiento superfluo y mutante, la prueba de un pueblo es establecer conocimiento perdurable. En Colombia, especialmente, perdimos hasta la memoria de lo más reciente. Para no ir más lejos: se elaboran y reelaboran protestas y marchas contra las Farc y contra los paramilitares, pero se nos olvida que ambas fuerzas son resultado de los continuos saqueos históricos que los políticos que han conducido al país, le han hecho al Estado. Por eso, no protestamos contra la dirigencia colombiana; como no hay memoria de esa realidad, nos acostumbramos a tener esos dirigentes.

A.V.: Mira, en Alemania sigue vigente como tema de investigación y debate continuo el tema del Holocausto. Hay un libro de un investigador norteamericano “Los verdaderos verdugos de Hitler”, que habla sobre la complicidad del pueblo alemán en el exterminio judío: no fue sólo un asunto de SS ni de Reich, fue un asunto de la gente: “el judío es un peligro y el judío debe ser eliminado”. Y eso es tema actual y ocurrió hace 60 años, y los alemanes siguen sufriendo y dándose golpes de pecho, y aceptando su culpabilidad. En España la Guerra Civil sigue siendo tema de producción cultural: se hacen películas, se escriben novelas, se publican artículos. Es un conflicto que sigue vivo, es un tema vigente. En Francia se sigue debatiendo en torno a la complicidad del gobierno francés de Wichy con los nazis.

Resulta que en Colombia el asunto de la muerte de Gaitán no está en la memoria de nuestros jóvenes. ¿Por qué? La masacre de las bananeras o las guerras civiles del siglo XIX sólo son estudiadas y discutidas en postgrados de historia. Cuando revisas te das cuenta de que la sociedad colombiana es una sociedad completamente presentista. Nuestra memoria colectiva lo más lejos que llega es al tema del Palacio de Justicia. ¿Por qué esa desmemoria? En el libro, propongo que si nosotros olvidamos, los recuerdos no nos olvidan, los espectros siguen allí. No caminos solamente sobre una generación de muertos, no sólo sobre los muertos de la U.P. o los muertos del paramilitarismo. Caminos sobre los muertos de La Violencia, sobre los muertos del siglo XIX. Este país sigue caminando sobre unas injusticias que nosotros no hemos descubierto, no hemos medido, es más, acallamos eso. Se cree que donde todas esas historias se empiecen a conocer el establecimiento colapsaría. Mi tesis es: mientras nosotros no hagamos un ajuste con el pasado, el pasado nos va a seguir persiguiendo. La labor del intelectual en Colombia es permitir que ese pasado hable.

J.M.A.: Las ciudades latinoamericanas están creciendo bajo modelos de desarrollo norteamericanos tipo Miami, tipo Los Ángeles, ni siquiera Nueva York, menos Chicago. Las excepciones son algunas del cono sur y otras de Brasil. Ese modelo consiste en ciudades de enormes transformaciones urbanas que priorizan el automóvil y las máquinas por encima del ser humano: de la calle pequeña a la avenida, del edificio de cinco pisos a los rascacielos, del parque de barrio al megaparque en las afueras de la ciudad donde cabe toda la gente en un fin de semana. Estas reformas urbanas generan otras víctimas del desarrollo: el conductor de carro que se accidenta en una autopista a 150 kilómetros por hora, los ancianos que ya no pueden caminar por el centro de manera desprevenida porque son atropellados cruzando una calle, los discapacitados que no hallan signos para leer la nueva ciudad. Lo peor es que los políticos y muchos académicos presentan esas renovaciones urbanas como pruebas del desarrollo y se apoderan de la cifra como hecho incontrovertible de lo ponderable de su administración. Qué hacer frente a eso, cómo explicarle a la sociedad que ese tipo de desarrollo se hace a costa de muchas vidas y de procesos de exclusión.

A.V.: Cuando yo hablo de las víctimas del desarrollo, me refiero a un desarrollo de tipo dogmático y esa concepción considera que hay que pasar por encima de muchas personas para llevar a cabo una idea. Es lo que en economía se llama ‘costos necesarios’. El progreso implica costos, pero lo que no aclaran es que esos costos son fundamentalmente humanos. Ejemplos: para extraer petróleo hay que desplazar a una comunidad indígena, para hacer reformas urbanas hay que mover gente dentro de las ciudades, para introducir un sistema de transporte masivo hay que cambiarle los usos y las costumbres a los habitantes. La muestra de eso en Colombia es Pereira. Esta ciudad cada vez resulta más inhumana. Si revisas un catálogo inmobiliario te das cuenta de que toda la ciudad está repartida y que todo está vendido: la gente que no puede pagar en el centro, se va del centro. Eso es fascismo financiero e inmobiliario. Todo eso que los políticos usan para vanagloriarse: la tradición del café, el folclor de los bambucos, la poesía popular de Luis Carlos González, es lo que destruyeron, ese modelo de ciudad agraria y campesina, fue borrada. Estamos en una ciudad que se conforma de pequeñas periferias en las que la gente vive retirada, aislada, y que requiere de transporte particular para poder entrar y salir de su núcleo. Eso produce un individuo desapegado, un ciudadano que no vive en una ciudad sino en su propio mundo. ¿Hace cuántos años en Pereira no se construye un parque? Los que hoy tenemos son los mismos de los años 30 y 40. Esos ciudadanos hicieron ciudad, los hijos y los nietos la negociaron y se marcharon. Eso es doloroso. No se pueden cimentar la idea de una ciudad sobre la proliferación de centros comerciales: hay una relación directa entre los centros comerciales y el mundo de las prepago, de las drogas, cada quien tiene que vender lo suyo. Si esta es una ciudad que se ufana de la libre venta, del libre negocio, que nadie se queje del negocio del sicariato, del tráfico de estupefacientes. Cada uno de esas ventas es legitimada. Nuestros intelectuales están muy cómodos y eso no lo señalan. Yo lo denuncio. La filosofía tiene una responsabilidad de tipo político con nuestro tiempo.

J.M.A.: Como viajante regular, uno tiene la oportunidad comparar. La ciudad colombiana frente a otras latinoamericanas, frente a las europeas, frente a las norteamericanas. El resultado siempre arroja una sensación de violencia. Al llegar a la ciudad colombiana se nota la violencia en las personas, en las relaciones, en la distribución urbana.

A.V.: El problema es que la mayoría no tienen la oportunidad de ver otros mundos. Pero eso tampoco quiere decir que le mundo es un paraíso. Hay que aclarar que lo que sucede hoy en Colombia y en gran parte de América Latina es la prefiguración de lo que le espera al mundo. Nosotros somos los conejillos de laboratorio de políticas mundiales cada vez más egoístas, más contaminadas. Pero lo que uno descubre es que en otros países la gente es más conciente de eso y está haciendo una defensa de lo que tiene porque ha podido levantar una memoria. Acá, nosotros nos dejamos meter los dedos en la boca. Si hay algo que me asombra es que nuestros jóvenes renunciaron al futuro. Cuando yo voy a la Universidad de Caldas o a la Nacional o a la Tecnológica, veo que los espacios que antes eran usados para la tertulia y el debate sobre la realidad del país, ahora son espacios de venta de minutos, de chocolatinas. Y yo me pregunto si esa es la Colombia pasional y feliz que se ve en los medios de comunicación. Y si vas al fondo del asunto te das cuenta que esos jóvenes tienen escasas oportunidades, formas de contratación-explotación, es decir, que ellos tienen muchas razones para el resentimiento y de allí para la violencia. La diferencia en otros lados es que cuando hay educación, los jóvenes no se convierten tan fácilmente en actores de la violencia. Nuestros jóvenes descubrieron que difícilmente alcanzarán los topes en formación que son exigidos para poder competir y ganarse un nivel de vida digno. Entonces sólo les queda dos opciones: o conformarse y morir frustrados, o convertirse en un peligro para la sociedad recurriendo a métodos violentos para tener la vida que anhelan. En Colombia estamos jugando con la candela y se difunde la idea de que podemos convivir con la injusticia.



Tomado de: http://www.latarde.com/2008/3/30/per3.htm