Información enviada por la Capellanía de la Universidad Tecnologica de Pereira con motivo del Simposio sobre Evangelizacion y Cultura, de la Conferencia Episcopal de Colombia.



La inculturación de la fe, único medio para llevar el evangelio al corazón de la cultura y de las culturas

P. Alberto Ramírez Z.
Facultad de Teología de la UPB
Programa de Estudios Bíblicos de la U. de A.


El mandato del Señor a sus discípulos de anunciar el evangelio por todo el mundo es también la gran tarea de la Iglesia, la que justifica su existencia. Lo que ha dicho el Papa Paulo VI en la Exhortación Apostólica Evangelii Nuntiandi, ya expresado por la III Asamblea General del Sínodo de Obispos, es algo que tiene que estar presente permanentemente en el corazón y en la mente de todos los que constituimos la Iglesia: “La Iglesia existe para evangelizar”.

Ahora bien, el hecho de señalar a todo el mundo como destinatario de la evangelización tiene ya implicaciones que hay que tener en cuenta. No ha existido un mundo uniforme culturalmente hablando en ningún momento: ya el relato de Pentecostés (Hch 2,1-11) en su referencia implícita al episodio de Babel con su carácter etiológico (Gn 11,1-9), nos hace pensar en la pluralidad de oyentes de la Palabra de Dios proclamada por los Apóstoles en una descripción que seguramente no tiene pretensiones históricas sino que constituye más bien una especie de retroproyección de lo que ya se venía dando desde la época apostólica: el evangelio había germinado ya en un mundo en el que se daba una gran variedad de ambientes culturales: “coptos, medas, elamitas, los del Ponto...”. Pero tampoco se ha dado una uniformidad del mundo en el sentido sincrónico de la palabra, es decir, en lo referente a la sucesión del tiempo en el cual ha acontecido la historia humana. Ella es un proceso dinámico que ha pasado por momentos disímiles, lo que nos obliga también en este aspecto del tiempo a hablar de un mundo culturalmente pluriforme.

Es cierto que el mensaje evangélico y toda la manera de vivir que Jesús nos propone y que designamos simplemente como la fe cristiana tienen un contenido esencial, un sustrato que trasciende las fluctuaciones del tiempo y de la historia. A este núcleo fundamental de la fe tiene que permanecer siempre fiel la Iglesia por lo cual tenemos que tener siempre una clara referencia al evangelio en cuanto creyentes y en cuanto Iglesia. Hablamos por eso, de manera especial en estos tiempos de renovación que han comenzado sobre todo desde la época del Papa Juan XXIII y del Concilio Ecuménico Vaticano II, de la necesidad de un retorno permanente a las fuentes, necesidad de volver a beber el agua pura del evangelio, la de los orígenes, pero también la que se ha ido enriqueciendo con el desarrollo legítimo que la fe cristiana ha tenido a través de la historia, con su tradición. Pero tenemos que tener también naturalmente, según el espíritu del Concilio, otra gran preocupación al realizar la misión de la Iglesia: tenemos que tener puesta nuestra mirada en el destinatario del mensaje con todas las características que tiene su existencia en el presente, con todo lo que implica, con otras palabras, lo que llamamos la cultura moderna. Es un gran legado del Concilio no sólo el habernos propuesto la actitud del diálogo como actitud ideal para vivir la fe cristiana en relación con los hermanos en la fe con los que no vivimos en comunión y con los hermanos con los cuales compartimos en cualquier religión la búsqueda de Dios, sino también el habernos propuesto esta misma actitud en relación con el mundo, entendido en el sentido de la cultura moderna. Esto último lo encontramos expresado de manera admirable en la Constitución Pastoral Gaudium et Spes.

El motivo y el alcance de la presente reflexión

La presente reflexión tiene un cierto carácter de conclusión no simplemente porque me toca presentarla un poco hacia el final de la programación de los trabajos de la primera parte de este Simposio Permanente, sino también por estar precedida por temas que tienen en general, por lo menos de acuerdo con los enunciados que he conocido, una orientación analítica. Esta impresión subjetiva me ha permitido recoger de alguna manera lo que puede haber sido tratado ya en las distintas ponencias y me permite presentar algunas ideas que creo poder fundamentar en el trabajo realizado hasta ahora.

Inculturación de la fe: ésta es la expresión que aparece en el título que se le ha dado a la presente reflexión. Pero el enunciado se refiere también a otra cuestión que tiene una relación de complementariedad con la temática de la inculturación de la fe: es la expresión evangelización de la cultura.

Se trata de un tema que tiene una importancia crucial en la actualidad tanto para la Iglesia en general, cuando hablamos de la misión, como para la teología. Se puede inclusive afirmar que con esta cuestión está estrechamente ligado el futuro mismo del cristianismo y de la Iglesia. Hoy nos hacemos preguntas que no nos hacíamos en otros momentos: ¿Hacia dónde va el cristianismo en la historia humana? ¿Cuál es el futuro de la Iglesia? Ante interrogantes como éstos es obvio que tenemos que tener una actitud positiva, de firme esperanza. Estamos en las manos de Dios, Él es el que conduce el destino los destinos de la Iglesia. Sin embargo, nosotros somos también colaboradores de Dios en su obra, trabajadores de la viña del Señor, como lo ha dicho bellamente el Papa Benedicto refiriéndose a sí mismo. Nuestra tarea consiste en realizar la misión de evangelizar el mundo de hoy, la cultura presente, y la tarea de responder a los retos del futuro que nos exigen precisamente comprender la tarea de la evangelización en el sentido de la inculturación de la fe.


Las presentes reflexiones no son el protocolo de un trabajo de investigación teológica sobre este tema. Son sólo unas sencillas consideraciones que nos pueden permitir caer en la cuenta de lo que se ha venido pensando en la Iglesia, en especial desde la época del Concilio Vaticano II, y de lo que se ha venido elaborando al respecto en la teología.

Hay cuestiones acerca de esta temática de las que se puede decir que ya están suficientemente aclaradas. Está por ejemplo suficientemente aclarada la cuestión semántica acerca de nociones como cultura e inculturación. Estas precisiones han permitido establecer las categorías y el lenguaje mínimos que se necesitan para facilitar los diálogos y los estudios que realizamos en esta materia. Ellas han producido además sus frutos de tal manera que actualmente podemos hablar con más facilidad y espontaneidad, pero también con mayor exactitud, sobre estas cuestiones. Podemos entender sin dificultad lo que queremos decir cuando hablamos de inculturación de la fe cristiana y de evangelización de la cultura.

Quiero presentar tres puntos: en primer lugar, recordar la evolución que ha tenido la conciencia acerca de la misión de la Iglesia en las últimas décadas; en segundo lugar, las lecciones que nos ha dejado la historia del cristianismo y de la Iglesia en lo referente a lo que hoy denominamos inculturación de la fe y evangelización de la cultura; y, en tercer lugar, quiero señalar algunos aspectos del reto que hoy nos plantea la realización de la misión de la Iglesia en ese sentido de la inculturación de la fe y de la evangelización de la cultura.

1. La evolución que ha tenido en las últimas décadas la conciencia eclesial acerca de la misión

Los últimos tiempos han sido particularmente importantes en la Iglesia en lo referente a la manera como ella concibe la misión y en relación también con lo que podríamos designar como teología de la misión. La renovación de la Iglesia que se ha puesto en marcha con el Concilio Vaticano II ha tocado aspectos verdaderamente centrales de la eclesiología. Hoy hablamos de una eclesiología de la comunión para cuya realización efectiva ha sido fundamental afirmar lo que ha sido considerado como la verdadera revolución copernicana de la eclesiología según expresión de alguien tan importante en el contexto del Concilio como lo fue el Cardenal Suenens: la teología del pueblo de Dios. La comunión profunda humana, la comunidad que es la Iglesia, es un pueblo que peregrina en medio de la historia realizando el Reino de Dios. Entre los grandes principios de la eclesiología conciliar hay que señalar además lo que ha sido designado como eclesiología de la Iglesia particular que ha significado una inversión de énfasis de mucha trascendencia y con consecuencias muy significativas para la cuestión de la realización de la misión: la Iglesia no acontece primordialmente desde el nivel universal sino desde el de las Iglesias particulares. El desarrollo definitivo de este aspecto de la eclesiología conciliar será lo que hemos llamado principalmente en América Latina la eclesiología de las comunidades eclesiales de base.

Sería equivocado afirmar que el Concilio obligó a la Iglesia católica a sacrificar su concepción de una eclesiología de la Iglesia universal que, a su manera, también ha sido sostenida en el Oriente cristiano. Pero en la práctica se reconoció por medio de la afirmación del carácter primordial de una eclesiología de la Iglesia particular una realidad que es original en la Iglesia, es decir, que pertenece a sus orígenes mismos, y se pusieron los fundamentos para el desarrollo de una concepción mucho más realista de la teología de la misión.

El Concilio Vaticano II rescató la verdadera significación integral de la misión como lo es su carácter eclesial, y tal vez es posible decir que, al final de cuentas, ésta fue la verdadera gran afirmación eclesiológica del Concilio. Hasta ese momento la noción de misión se refería propiamente a la empresa de las misiones que no era más que una de las actividades que realizaba la Iglesia. El Concilio, por su parte, en lugar de repetir simplemente que la Iglesia tiene una actividad misionera que realizar para lograr la cristianización de los paganos en cualquier forma, se refirió a la misión como a la realización plena de la Iglesia, una tarea que fue encomendada por el Señor a toda la comunidad. La primera afirmación del Concilio en este sentido aparece en la Constitución Dogmática Lumen Gentium (8): la Iglesia es misionera por naturaleza.


Según la intención del Papa Juan XXIII, el Concilio Vaticano II debía ser un Concilio pastoral y de esta dimensión pastoral se dio razón en varios de los documentos conciliares, principalmente en la el documento que se tituló Constitución Pastoral Gaudium et Spes, en el que se trata de manera explícita de la misión de la Iglesia en el mundo contemporáneo. De acuerdo con el espíritu del evangelio, en el que se busca también toda la inspiración del Concilio según el principio del retorno a las fuentes señalado una y otra vez, esta Constitución concibe la misión pastoral de la Iglesia como una “diaconía histórica”, es decir, como el servicio que la Iglesia está llamada a prestar a la historia humana que no debía ser otra cosa que una inspiración en el sentido del evangelio. La misión que corresponde realizar a la Iglesia en el mundo actual es pues, según el Concilio, una misión de evangelización, como se dirá posteriormente, cuando después del Concilio se dé un paso más en el desarrollo de la comprensión de la misión entendida en el sentido integral al que nos hemos referido y que fue señalado por la Constitución Lumen Gentium.

El Concilio se ocupó naturalmente también de lo que tradicionalmente se consideraba como la actividad misionera de la Iglesia. En el Documento conocido como el Decreto Ad Gentes no sólo se habla de la evangelización como la actividad que se debe realizar en los llamados territorios de misión sino también de la necesidad de realizar esta tarea teniendo en cuenta las características propias de las distintas culturas en una forma que nos hace pensar ya en lo que más tarde se designará como la inculturación del evangelio y como evangelización de las culturas. Sin embargo el Decreto del Concilio todavía no nos lleva tan lejos: en él se invita simplemente a tener una actitud positiva frente a las culturas en las cuales se ha de hacer el anuncio del evangelio, a purificarlas por medio de este mismo anuncio y a realizar una labor de adaptación a las categorías propias de dichas culturas para hacer posible dentro de ellas la germinación y el crecimientos de las iglesias. En este sentido de la adaptación del cristianismo y de la iglesia a las distintas culturas hay que recordar igualmente lo que, en otro contexto, plantea la Constitución sobre la sagrada liturgia Sacrosanctum Concilium.

No queda duda: en esta manera de ver las cosas el Concilio se encuentra el comienzo del desarrollo de una concepción y de una teología de la misión que se viene dando desde entonces. El momento más importante en lo sucesivo en el proceso de este desarrollo será el de la comprensión de la misión de la Iglesia en el sentido de la evangelización. La institución conciliar de las Asambleas Generales del Sínodo de Obispos pudo ser puesta en marcha por el Papa Paulo VI. El tema de una de ellas, la III Asamblea General que tuvo lugar en el año 1975, fue precisamente el de la evangelización. En uno de los documentos seguramente más importantes del Magisterio de la Iglesia en el siglo XX, la Exhortación Apostólica Evangelii Nuntiandi fruto de este Sínodo y que ya se ha citado en el curso de estas reflexiones, se dice explícitamente que la evangelización constituye de tal manera la tarea fundamental de la Iglesia que si la ella no evangeliza no tiene ni siquiera razón de existir. La misma Exhortación anunciará ya lo que diremos posteriormente acerca del sentido en el cual tiene que realizar la Iglesia la misión de la evangelización. Ya se puede ver implícitamente afirmado en el mensaje de este documento el tema de la inculturación del evangelio cuando se dice que la evangelización que realiza la Iglesia tiene que tocar las raíces mismas de la cultura y de las culturas de la humanidad.

No sobra recordar aquí, al considerar el desarrollo de la concepción de la misión y de la teología que la acompaña, un importante hecho que tiene que con nuestras Iglesias de América Latina. Se podría definir este hecho como un hecho de circulación recíproca entre la inspiración de la Iglesia universal en relación con las iglesias locales y la de las iglesias locales en relación con la Iglesia universal. La Iglesia se América Latina se congregó en el año 1968 en una Asamblea General que tenía como propósito hacer la recepción del Concilio: la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano reunida en Medellín. Se trataba de precisar el sentido en el que debía ser realizada en la situación concreta de nuestro sub-continente la “diaconía histórica” de la cual había hablado el Concilio al tratar el tema de la misión pastoral de la Iglesia. Las conclusiones de la Conferencia de Medellín fueron la expresión de una recepción original del Concilio y plantearon de manera original la responsabilidad misionera de la Iglesia latinoamericana en el sentido de la evangelización. Esta afirmación salida de una Iglesia que surgía en ese momento con una identidad profética influirá profundamente en la Asamblea General del Sínodo de Obispos a partir de la cual el Papa Paulo VI promulgó la Exhortación Apostólica Evanglii Nuntiandi. Pero el proceso de circulación recíproca entre la Iglesia universal y las Iglesias particulares no terminó ahí: la Iglesia universal influyó a la vez de manera decisiva con su concepción y su teología de la evangelización del Sínodo y de la Exhortación Apostólica citados, en la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano reunida en Pueblo en 1979.

No podemos olvidar la convocación del Papa Juan Pablo II dirigida a la Iglesia para emprender la tarea de una nueva evangelización que se conoció primero que todo en América Latina con ocasión de la celebración de los quinientos años de la primera evangelización del Nuevo Mundo. Esta convocación estuvo estrechamente ligada con la concepción y la teología de la misión que se había venido desarrollando en los últimos tiempos en la Iglesia. Pero a la vez hay que afirmar que en el contexto de esta convocación se dio un vivo interés por la concretización de dicha concepción y de dicha teología de la misión evangelizadora de la Iglesia en los términos de inculturación de la fe que venimos utilizando. Se trataba de algo que no se dio solamente en América latina sino en muchos lugares de la Iglesia, pero que apareció con un énfasis especial en América Latina en la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano reunida en Santo Domingo.

2. Las lecciones que nos ha dejado la experiencia de la misión en la historia del cristianismo y de la Iglesia

No me corresponde hacer un balance riguroso acerca de lo que ha sido la inculturación de la fe como fenómeno histórico en el cristianismo y en la Iglesia ni acerca de lo que ha sido en la historia del cristianismo la evangelización de la cultura, pero puedo recordar algunos momentos de esa historia que nos permitan sustentar la afirmación acerca de lo importante que ha sido en esa historia el proceso de inculturación de la fe y la labor relacionada con ella de la evangelización de la cultura.
En cuanto hecho histórico, el fenómeno de la inculturación de la fe es tan antiguo como el cristianismo mismo y como la Iglesia, fenómeno que se dio espontáneamente desde el momento en el cual los apóstoles empezaron a realizar la misión que les había encomendado el Señor de anunciar el evangelio por todas partes en el mundo. Sin embargo, es importante insistir una y otra vez en lo siguiente: lo que llamamos inculturación de la fe, en el sentido y en los términos en los cuales hoy nos la planteamos tanto en el campo práctico como en el de la conciencia teológica que la acompaña, es una cuestión reciente que data, en sus comienzos, de la época del Concilio Vaticano II y de los desarrollos entre los que hay que citar principalmente la III Asamblea General del Sínodo de Obispos.


2.1 La inculturación propiamente dicha de la fe en la historia del cristianismo y de la Iglesia

En cuanto fenómeno pues, que se identifica con la realización misma histórica del cristianismo, la inculturación de la fe se dio desde la época misma de su surgimiento. Al movimiento de Jesús, si así podemos hablar antes de definirlo como una religión e inclusive antes de plantearnos su realidad como Iglesia, hay que relacionarlo intrínsecamente desde los comienzo no sólo con la religión judía, que fue su suelo vital y su matriz original, sino también con la cultura de la época y del ambiente. La fe cristiana nació inculturada en el judaísmo y en la cultura con la que él estaba intrínsecamente ligado. La fe cristiana produjo además consecuencias importantes en relación con judaísmo y con la cultura que lo caracterizaba. En ese contexto se dio una verdadera evangelización de la cultura.

Pero el judaísmo y la cultura con la cual él estaba estrechamente ligado no fueron el sustrato único y definitivo en el cual germinó la fe cristiana. Muy pronto, ya desde una época de la cual tenemos conocimiento por los escritos mismos del Nuevo Testamento, el evangelio de Jesús empezó a ser proclamado en el contexto de una cultura distinta de la original judía, cultura que estaba extendida por el mundo grande de entonces. Dentro de las condiciones que implicaba dicha cultura, las gentes de todos los lugares en los que fue proclamado el mensaje de Jesús, comenzaron a vivir la vida poco a poco cada vez más con el talante que suscitaba la buena noticia. El cristianismo entró profundamente en el contexto cultural del mundo helenístico. Hay que recordar que el judaísmo ya había conocido en una de sus tendencias de mucha importancia para el desarrollo posterior del cristianismo, una apertura explícita al helenismo: dos siglos antes de Jesús aproximadamente, ya se había dado sobre todo en el ambiente de la diáspora de Alejandría un encuentro cultural entre el judaísmo y el mundo helenístico. Por lo que respecta al cristianismo, esa vinculación con la cultura helenística no fue una realidad pasajera, que solamente tuvo vigencia para un corto tiempo: ella fue tan eficaz y tan duradera que se prolongó, a través de la Edad Media, hasta nuestros días.

No se debe evaluar de manera anacrónica el fenómeno de la inculturación del cristianismo en la cultura helenística como lo hizo el protestantismo liberal con Adolf von Harnack quien afirmaba a comienzos del siglo XX, refiriéndose a la labor realizada por los Padres Apologistas griegos, que ellos habían tergiversado de tal manera el cristianismo al vaciarlo en moldes griegos, que le habían cambiado completamente de sentido. Hoy es posible realizar una evaluación serena de las consecuencias de ese momento de inculturación de la fe cristiana que fue el del helenismo y de las consecuencias que dicha inculturación tuvo para la fe misma y para la cultura.

Pero hubo otros momentos importantes en el curso de la historia del cristianismo que nos permiten también hablar de inculturación de la fe. Primero que todo, en el panorama general de un cristianismo dividido entre oriente y occidente, el proceso de evangelización de la cultura eslava que realizó el cristianismo oriental y el resultado que produjo en el sentido de la inculturación de la fe que se dio en ese mundo a partir de esta evangelización. En cambio no podemos hablar probablemente, en el mismo sentido, acerca de lo que sucedió en el cristianismo oriental en relación con la cultura árabe y sobre todo con el advenimiento de la religión musulmana en el escenario de su existencia.



Vale la pena tener en cuenta estas situaciones del Oriente cristiano cuando pensamos en esta cuestión, mucho más en una época de globalización cultural y religiosa como la que vivimos actualmente, cuando nos preocupamos por recuperar aspectos importantes de lo que fue originalmente la fe cristiana antes de su división entre Oriente y Occidente. Precisamente en esta época de sensibilidad ecuménica vale la pena recordar un importante llamamiento del Papa Juan Pablo II a recordar lo que ha llegado a ser el cristianismo oriental y a integrarlo de alguna manera en nuestra cultura y en nuestra concepción del cristianismo. El Papa invitaba a toda la Iglesia en un documento dirigido a los cristianos del Oriente, a trascender las fronteras culturales y religiosas que nos han dividido en dos mundos distintos que se han ignorado mutuamente, el oriental y el occidental y a “volver a respirar a dos pulmones” (Carta Apostólica Orientale Lumen).

2.2 La ausencia de un verdadero propósito de inculturación de la fe en la realización de la misión de la Iglesia en algunas situaciones de su historia

Pero nos interesa de manera especial, recordar lo sucedido en la historia del cristianismo occidental. En este contexto del mundo se dio pronto, en la antigüedad, la cristianización de nuevos pueblos a los que se ha calificado como bárbaros, con una expresión con la que se los quiere definir como pueblos carentes de cultura, lo que obedece evidentemente a cierta concepción de la cultura misma. Una cosa es cierta, de todos modos: lo que sucedió con los pueblos bárbaros no fue solamente que ellos acogieron pronto la fe cristiana sino que la cristianización significó haber encontrado los fundamentos para el desarrollo de una cultura nueva, la cultura occidental, la cultura que configuró en el trascurso de la Edad Media y que llamamos también la cultura europea. Realmente, más exacto que hablar aquí de una evangelización de la cultura y más exacto también que hablar en este caso de una la inculturación de la fe cristiana, es hablar de la generación de una cultura y del papel jugado en esta empresa por la fe cristiana.

Esta época de la historia occidental del cristianismo, la Edad Media, terminó hacia el siglo XVI por distintas razones. Una de esas razones que explican la conciencia que se tuvo del surgimiento de un nuevo período en la historia de la Iglesia fue sin lugar a dudas la ampliación del escenario geográfico del mundo. Europa mira entonces, terminado el siglo XVI, hacia horizontes más lejanos como el llamado Extremo Oriente y asiste de manera inesperada al descubrimiento de un nuevo mundo.

Es también la época de la pérdida para la que desde entonces se designa a sí misma como la Iglesia Católica de una importante parte de sus adeptos que se han deslizado hacia el protestantismo. En este contexto emprende la Iglesia un proyecto misionero que reviste ciertas características en virtud de la concepción que entonces se tiene de la misión y en razón también de la conciencia cultural que se tiene en occidente. La tarea misionera emprendida entonces tiene muchos méritos y sería injusto desconocer lo que se logró por medio de ella. Inclusive es importante recordar los importantes testimonios de verdaderas experiencias de inculturación de la fe y de los esfuerzos de algunos misioneros para realizar la misión en el sentido de una evangelización de la cultura. Sin embargo, el resultado general de la labor misionera realizada por la Iglesia Católica entonces nos plantea importantes interrogantes y nos permite comprender mejor el sentido de los planteamientos que hoy nos hacemos. Es necesario recordar principalmente dos situaciones.

En primer lugar, la cuestión de la misión realizada en el Japón y la China por los Padres R. de Nobili y M. de Ricci. Esta misión terminó propiamente con un fracaso. En lugar de permitir continuar por el camino de la inculturación de la fe por medio de una evangelización de la cultura, la Iglesia oficial exigió expresamente para la cristianización del Extremo Oriente la realización de una labor de implantación de la cultura europea en esos mundos, en cuanto cultura considerada indisolublemente ligada con el cristianismo y como presupuesto para la germinación del cristianismo en Asia.

Algo semejante sucedió con la misión realizada en el Nuevo Mundo, aunque aquí la misión no terminó como en el Asia en un fracaso. A pesar de la rica experiencia de varios siglos que se había vivido en la península ibérica en el sentido de la convivencia enriquecedora de diversas culturas y religiones, se había llegado en esa época a una situación nueva de intolerancia y de afirmación radical de la cultura medieval europea y cristiana. El comienzo de la cristianización de América coincide con la persecución y la expulsión de los moros y de los judíos de España y con la afirmación del ideal tridentino del catolicismo. La cristianización de América trajo consigo el lamentable sacrificio de un admirable patrimonio cultural que existía en el Nuevo Mundo y se estableció a cambio en él una cultura extraña, la cultura europea. En dichas circunstancias no se puede hablar evidentemente, como fruto de la acción misionera de la Iglesia, de una inculturación de la fe ni de una evangelización de la cultura.

Una y otra realidad constatada en la historia del cristianismo y de la Iglesia, la de haber realizado la misión como un proceso de evangelización de la cultura que condujo hacia la inculturación de fe y la de haber realizado la misión en el sentido de una implantación del cristianismo que no pasó por la evangelización de las culturas ni produjo propiamente la inculturación de la fe en los escenarios nuevos de la humanidad, nos lleva a plantearnos la pregunta que hoy nos hacemos acerca de lo que debe ser la manera ideal de realizar la misión que nos ha encomendado el Señor de anunciar el evangelio por todo el mundo. ¿Qué es pues lo que actualmente nos estamos planteando cuando decimos que la única manera de lograr lo que el Señor nos ha confiado consiste en realizar una tarea de evangelización que penetre la cultura y las culturas y que haga posible el que se dé una verdadera inculturación de la fe?

3. El reto que actualmente nos plantea la realización de la misión de la Iglesia en el sentido de la inculturación de la fe

Todo lo que acabamos de evocar es suficientemente conocido y ha sido probablemente recordado y explicado en otros trabajos presentados en este Simposio. He querido referirme a esta historia solamente para afirmar que lo que ha sucedido constituye una lección que hoy debemos tener en cuenta para comprender el momento que estamos viviendo en relación en relación con la tarea de la misión de la Iglesia. Ha habido en la historia del cristianismo y de la Iglesia, como se ha dicho, momentos de inculturación de la fe y momentos diferentes en los que se debe hablar más bien de implantación de una la fe ligada indisolublemente con una determinada cultura. La historia es maestra de vida: la consideración de este pasado se convierte en una lección que nos permite redescubrir, miradas las cosas con un espíritu evangélico, el sentido con el cual creemos que se debe realizar la misión evangelizadora que nos ha confiado el Señor para que se produzcan en el mundo los resultados frutos que deben producirse.


No podemos cometer naturalmente el error de evaluar de manera anacrónica la historia ya acontecida. Nuestra consideración de ella debe ser constructiva y nuestros juicios en relación con lo acontecido deben estar animados por el deseo positivo de aprovechar como conviene la lección que los hechos nos han dejado. ¿Qué retos se nos plantean hacia el futuro en relación con la tarea de la misión de evangelización que queremos comprender ahora en el sentido de la inculturación de la fe?

3.1 El problema de la cultura y de las culturas

Se viene hablando desde hace algún tiempo del advenimiento de una cultura en el mundo que podría ser designada en términos generales como la cultura moderna: a ella se refirió el Papa Juan XXIII y a ella se refirió el Concilio Vaticano II cuando se habló de la necesidad de que la Iglesia entrara de manera decidida en un diálogo con el hombre de hoy. Se puede entender bien lo que entonces se decía: el interlocutor de la Iglesia con el cual tiene ella que entrar en relación desde dentro no es el hombre del pasado, el hombre medieval. La noción de modernidad que aquí aparece es muy amplia y no se refiere propiamente a lo que hoy nos planteamos en nuestras discusiones acerca de la modernidad y de la post-modernidad. El Papa y el Concilio hablaban simplemente del hombre actual. Los años que han pasado desde el Concilio nos han hecho reflexionar sobre otras cosas que tienen que ver con el problema y nos han llevado a considerar también desde una perspectiva de futuro la realidad actual de la humanidad. Con ocasión del comienzo del tercer milenio, el hombre moderno del que hablaba la Iglesia se convirtió en el hombre que va apareciendo desde la perspectiva de una cultura adveniente. La fe cristiana tiene que tener en cuenta los retos de esta cultura adveniente y tiene que dar razón de lo que significa una misión que debe producir una verdadera encarnación cultural de la fe.

Al hablar de la cultura en general en la que la misión debe hacer posible la encarnación de la fe no se podrá pasar nunca por alto un aspecto que es constitutivo del evangelio que estamos llamados a proclamar. Tal vez ha sido precisamente en el mundo de los pobres y de manera especial en nuestro mundo latinoamericano donde se ha recordado con mayor énfasis este aspecto: el evangelio está llamado primordialmente a ser proclamado en la humanidad desde lo que se ha definido como el “reverso de la historia”, el mundo de los pobres, de los que sufren, de los humildes. La llamada opción por los pobres es una expresión de la que se puede decir que ha sido asumida de nuevo por la Iglesia universal, como nos lo muestran muchos pronunciamientos del Magisterio de la Iglesia de los últimos años, muchos pronunciamientos del papa Juan Pablo II. Esta opción constituye tiene que ver con la realización de la misión en el sentido de la inculturación de la fe o por lo menos como un llamamiento para que ella sea asumida en este sentido. Para que ello sea posible es necesario que seamos capaces de comprender de nuevo que el cristianismo es una religión de la misericordia, una religión de la compasión, es decir, del amor infinito.

Pero un planteamiento así acerca de la inculturación de la fe en relación con la cultura actual es demasiado general, porque si bien es cierto que se puede hablar de una cultura humana en singular también es cierto que la cultura real es la que se da de manera plural desde los escenarios más grandes hasta los más concretos de la humanidad. La misión de la Iglesia debe plantearse en definitiva en el sentido de la encarnación de la fe en las culturas.


Al respecto es iluminador lo que hace ya algunos años señaló el conocido teólogo Juan Bautista Metz al hablar de la necesidad de concebir la eclesiología de la Iglesia universal como una eclesiología policéntrica, realizada desde el horizonte plural de la cultura. Fente a una concepción culturalmente monocéntrica de la Iglesia, la que se da tradicionalmente en la Iglesia Católica, desde Roma y desde Europa, Metz recordaba el ideal de una Iglesia policéntrica es decir de una Iglesia que pudiera realizarse desde distintos polos culturales con las características propias de dichos polos, desde los cuales la Iglesia universal tendría todas las posibilidades de desarrollarse con vitalidad evangélica. A una consideración como ésta condujo en gran parte el reconocimiento de lo que estaba sucediendo en América Latina que se había convertido en un centro de irradiación profética para la Iglesia universal. Era posible prever también algo semejante en el cristianismo realizado desde el Asia, es decir, desde el contexto de las grandes religiones orientales de la humanidad: desde este polo cultural, el cristianismo podría tener la posibilidad de infundir al propósito evangelizador de la Iglesia una gran vitalidad mística. Vino posteriormente la hora de la Iglesia de África, precisamente el polo cultural desde el cual se ha hecho más explícita la necesidad de realizar una misión evangelizadora inculturada.

Lo que de aquí se puede deducir es evidente: que el evangelio puede ser anunciado desde todos los ambientes culturales de la humanidad y que la fe puede inculturarse en todos ellos. También es posible pensarlo cuando hablamos de las religiones de la humanidad: la inculturación de la fe tiene que ver también con ellas de tal manera que podríamos preguntarnos, dentro de una concepción diferente de la misión en la que ya no se sueña con una desaparición o una superación de las mismas para poder implantar el cristianismo sino en su germinación y en su crecimiento desde dentro de las mismas religiones de la humanidad. En este sentido todavía está por realizar toda la misión de anunciar el evangelio que el Señor nos ha confiado y estamos ante grandes retos que nos ha de plantear el milenio de cristianismo en el que hemos entrado.

Varios autores que se han ocupado de este tema de la inculturación de la fe han señalado la importancia de la eclesiología concreta de la Iglesia particular y de las comunidades de base, en cuanto lugar original en el cual se puede hacer realidad esta manera de realizar la misión.

3.2 La relajación del lazo que unía tradicionalmente la fe cristiana con la cultura europea

No existe solamente una cultura, ni hay razón para que una cultura pueda ser considerada como indisolublemente relacionada con el cristianismo. Es un hecho que la cultura occidental ha estado indisolublemente ligada con el cristianismo de tal manera que no se entendió durante mucho tiempo la cristianización del mundo sino como un proyecto que implicaba la implantación de la cultura europea donde era anunciado el evangelio.

Acerca de este último tema el Magisterio reciente de la Iglesia ha hecho importantes afirmaciones que tienen ciertas motivaciones coyunturales. Con ocasión de la reconfiguración de Europa como Comunidad Europea, el Papa Juan Pablo II abordó repetidas veces el tema para señalar con insistencia la significación incuestionable del cristianismo para comprender no sólo la realidad política europea sino también y sobre todo lo que se conoce como la cultura europea. Ya desde su presentación ante el Parlamento Europeo en Estrasburgo el Papa había afirmado lo que diría de nuevo con gran convicción en la Exhortación Apostólica fruto del Sínodo de Obispos de Europa conocida con el título de Ecclesia in Europa. Las discusiones de los últimos años habían incluido la pregunta acerca de la necesidad de afirmar la referencia al cristianismo al hablar de la nueva Europa: en una época de secularización creciente y probablemente irreversible se había pensado que se puede afirmar esta nueva realidad y su cultura como un fenómeno totalmente laico y que era posible poner, al menos, entre paréntesis el cristianismo. La palabra del Papa fue inequívoca: es imposible comprender a Europa sin hacer referencia al cristianismo y es imposible pensar su futuro prescindiendo de esta referencia.

No ha sido otra la convicción de un hombre tan sabio y tan conocedor del sentido profundo de la historia europea como el Papa actual, Benedicto XVI, manifestada repetidas veces desde antes de ser elegido como sucesor de Juan Pablo II. El día mismo de la muerte del Papa Juan Pablo II, el cardenal Ratzinger pronunció una importante conferencia en el monasterio de Santa Escolástica en Subiaco con ocasión de la concesión del premio “San Benito por la promoción de la vida y la familia en Europa”. En ella señalaba los méritos de una cultura europea que llegó a convertirse en algo así como una cultura universal intrínsecamente vinculada con la fe cristiana, pero también sus sombras explicables precisamente por el hecho de haberse afirmado de manera tan radical como cultura universal con el desconocimiento simultáneo de otras culturas y con la monopolización que se hizo, en cuanto cultura, de la fe cristiana. Ser cristiano significó prácticamente ser europeo. Este reconocimiento es de una importancia muy grande para comprender el rumbo que hoy van tomando las cosas cuando interpretamos la misión de la Iglesia en el sentido de la evangelización de la cultura y cuando hablamos de la necesidad de realizar por la misión una auténtica inculturación de la fe en el mundo.
Para ilustrar lo dicho se puede leer un interesante pasaje de la intervención del entonces Cardenal Ratzinger a la que hemos aludido. Después de hacer un recuento de lo compleja que ha sido la historia europea, mirada en el sentido del que hablamos, el cardenal Ratzinger decía:

“Esta breve mirada sobre la situación del mundo nos lleva a reflexionar sobre la realidad actual del cristianismo, y por tanto, sobre las bases de Europa; esa Europa que antes, podríamos decir, fue un continente cristiano, pero que ha sido también el punto de partida de esa nueva racionalidad científica que nos ha regalado grandes posibilidades y también grandes amenazas. Ciertamente el cristianismo no surgió en Europa, y por tanto no puede ser clasificado ni siquiera como una religión europea, la religión del ámbito cultural europeo. Pero en Europa recibió históricamente su impronta cultural e intelectual más eficaz y queda por ello unido de manera especial a Europa. Por otro lado, es también cierto que esta Europa, desde los tiempos del renacimiento, y de manera más plena desde los tiempos de la ilustración, ha desarrollado esa racionalidad científica que no sólo llevó a una unidad geográfica del mundo en la época de los descubrimientos, al encuentro de los continentes y de las culturas, sino que ahora, mucho más profundamente, gracias a la cultura técnica posibilitada por la ciencia, imprime un sello a todo el mundo, es más, en cierto sentido lo uniformiza”.

Mirado así el mundo como un mundo uniformado por una cultura que durante mucho tiempo se afirmó como una cultura superior a todas las otras y como la única realmente deseable, se puede entender lo que fue la concepción de la misión. Pero las cosas han venido cambiando: por una parte, la cultura europea ha tenido sus crisis y ha dejado ver sus debilidades. Y la religión cristiana ha aflojado los lazos que la ligaban intrínsecamente con dicha cultura por diversas razones. La secularización que se ha venido dando en la cultura europea, como fenómeno irreversible, ha traído como consecuencia, cuando se ha llegado hasta los extremos del secularismo y del ateísmo, a crear un desencanto radical por el cristianismo y, por consiguiente por la Iglesia. Sin embargo, este proceso ha servido también para purificar el sentido de la fe y para crear reglas mejores en lo referente a su relación con la cultura.

A manera de conclusión

No hay otra manera diferente para realizar la misión que la de la evangelización de la cultura ni debe haber un resultado distinto, al realizar la misión de la Iglesia, que el de la inculturación de la fe. La evangelización entendida como evangelización de la cultura y la inculturación entendida como el resultado de la realización de la misión no constituyen un planteamiento más o menos accidental al hablar de la misión de la Iglesia sino un propósito fundamental que toca a la esencia misma de la misión.

El fundamento propiamente dicho de este planteamiento lo constituye la teología misma de la encarnación. Dios se nos ha revelado de muchas maneras, pero su revelación en plenitud es el hecho de que el Verbo, que es su Hijo, se ha hecho carne. Dios mismo ha entrado en nuestra historia, en nuestra existencia concreta tal como ella es, y “ha fijado su tienda de habitación en medio de nosotros” (Jn 1,1s), de tal manera que hemos podido “contemplar su gloria lleno de gracia y de verdad”. Dios ha acontecido en Jesucristo no “a pesar” de la humanidad sino “en virtud” de la humanidad. El rostro de Dios es el hombre mismo. Jesucristo, el Hijo de Dios, es un hombre verdadero. Este pensamiento que es original, bíblico, será desarrollado dogmáticamente en la Iglesia y dará lugar a una cristología que constituye un discurso que da razón de una manera muy profunda de esta verdad que confesamos.

Sin, embargo, a pesar de que la encarnación ha tenido lugar en un contexto humano concreto constituye también un acontecimiento que trasciende este contexto de tal manera que podemos decir que por naturaleza la encarnación del Verbo de Dios tiene una significación universal y puede hacerse eficaz, como acontecimiento de revelación y como acontecimiento de salvación, en todo ambiente concreto en el cual se pueda hablar de lo humano. Ya en la época de Jesús, el evangelio puede ser anunciado en contextos culturales diferentes sin imponer la cultura judía, como se puede comprobar desde los comienzos de la realización de la misión apostólica. En el mandato misionero de Jesús se habla del mundo entero, lo que implícitamente implica la diversidad de las culturas, y no se habla ciertamente de la necesidad de establecer como presupuesto del anuncio del evangelio la implantación de la cultura judía en otros ambientes.

El misterio de la encarnación con todas las implicaciones que tiene nos hace pensar que también es fundamento de una concepción de la misión de la Iglesia en cuanto evangelización tal como nos la planteamos, es decir en cuanto evangelización de la cultura y en cuanto encarnación de la fe, la realidad humana concreta que se da en el mundo de cada momento, en el mundo actual y en el que se va haciendo posible desde el futuro. En un mundo también que es inmensamente rico en sus realizaciones culturales: la inculturación de la fe tiene que darse en la cultura y en las culturas. Pero no podemos olvidar que al hablar de la inculturación de la fe ocupa un lugar de primera importancia en nuestra concepción de la misión del cristianismo y de la Iglesia el aspecto doloroso de la cultura: el Señor nos ha llamado a anunciar el evangelio de manera primordial desde el aspecto kenótico de la cultura, es decir, desde el mundo de los pobres, de los que sufren, de los más humildes y en favor de toda la humanidad simplemente porque nuestra religión es una religión de la compasión, de la misericordia.


BIBLIOGRAFÍA

De manera especial los documentos más conocidos de la Iglesia que permiten seguir la evolución de la teología de la evangelización:

CONCILIO VATICANO II:
Constitución sobre la Sagrada Liturgia Sacrosanctum Concilium
Constitución Dogmática sobre la Iglesia Lumen Gentium.
Constitución Pastoral sobre la Iglesia Gaudium et Spes
Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia Ad Gentes
Declaración sobre las religiones no cristianas Nostra Aetate

PAULO VI:
Exhortación Apostólica Evangelii Nuntiandi

JUAN PABLO II:
Exhortación Apostólica Catechesi tradendae
Carta Encíclica Redemptoris Missio
Carta Apostólica Orientale Lumen

CONFERENCIA EPISCOPAL LATINO-AMERICANA
II Conferencia General - Medellín
III Conferencia General - Puebla
IV Conferencia General - Santo Domingo


Entre las muchas publicaciones que ya se conocen y que han aparecido en números monotemáticos de revistas como la Revista Medellín del ITEPAL, pueden señalarse algunas publicaciones especiales consultadas:

ARRUPE, PEDRO S.J. Intervención 30.5-1978. En: Inculturación, p 174-175

CARVALHO AZEVEDO, Marcelo de S.J. Inculturation and the challenges of Modernity. Col. Inculturation. Working Papers on living faith and cultures. Roma: Editrice Pontificia Università Gregoriana, 1982.

CROLLIUS, Arij Roest.- NKÉRAMIHIGO, T. S.J. What is so new about inculturation?. Col. Inculturation. Working Papers on living faith and cultures. Roma: Editrice Pontificia Università Gregoriana, 1991.

GILBERT, Maurice et alii. L’inculturation et la sagesse de nations. Col. Études sur l’actualité de la rencontre entre la foi et les cultures. Roma. Editrice Pontificia Università Gregoriana, 1984.

METZ, Juan Bautista. La fe en la historia y en la sociedad. Madrid, 1979. Reproducido como artículo en varias revistas como Concilium 164 (1981).

TORRES QUEIRUGA, Andrés. Inculturación de la fe. En: Conceptos fundamentales de Pastoral. Madrid: Ed. Cristiandad, 471-478.


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