Discurso pronunciado por el profesor César Valencia Solanilla en la imposición de escudos a funcionarios de la institución que han laborado durante 10, 15, 20, 25 y 30 años, realizada el pasado viernes 25 de septiembre de 2009.



André Maurois, un conocido pensador y crítico literario francés, al estudiar la obra monumental de un paisano suyo, Marcel Proust, creador de una de los paradigmas estéticos de la modernidad, afirmaba que Proust inventó la memoria involuntaria como procedimiento para la recuperación del pasado. Y relataba una célebre anécdota en donde el personaje principal de En busca del tiempo perdido, al tomar una taza de té y probar un pastelito de magdalena, tenía una sensación súbita y poderosa, que le facilitaba reconstruir su pasado, porque esa misma sensación presente coincidía con un recuerdo ausente, cuando siendo niño su abuela le daba esa misma taza de té y ese pastelito de magdalena. Esto que con tanta acuciosidad encontró Maurois en la obra Proust, es lo que nos sucede a cada rato a cada uno de nosotros en este pasar rápido y lento, luminoso y opaco, fugaz siempre, de nuestra existencia. Y lo refiero ahora, en este acto tan significativo que nos congrega, porque estoy seguro que quienes hoy recibimos estos escudos de la universidad como un símbolo de nuestra permanencia aquí, tendremos cada uno una sensación, una imagen visual, olfativa, sonora, del presente, de nuestra cotidianidad, que nos remite de inmediato al pasado y, como por arte de magia, es decir, mediante la memoria involuntaria, podemos reconstruir lo que ha sido nuestra experiencia vital en esta casa formidable que es la Universidad Tecnológica de Pereira. Para muchos, en particular para los que llevan ya varios lustros y escudos, esos recuerdos serán de la época de la adolescencia y la juventud en que, como dice un poeta, “eramos felices y el mundo nos sonreía”; para otros, como yo, corresponderá a los tiempos relativamente recientes de una vida de adultos que, también felizmente, no termina de consolidarse. De mi parte, estoy feliz, porque hoy cumplo quince años y todos sabemos lo que eso significa para hombres y mujeres, y en lugar de vestidos nuevos y fiesta, hoy me imponen un escudo, digamos, para menguar el peso de estas ya numerosas canas que, implacables, me habitan y me informan de esa ineludible verdad ante el espejo, todos los días.

Por ello invoco aquello de la memoria involuntaria, para que hagamos el ejercicio de lo que hoy tenemos como universidad en este entorno amable del campus y lo que fue el ayer remoto o cercano del pasado, ya que de una forma u otra, todos hemos participado en esta tarea: los que han pasado casi toda su vida en la universidad, porque llegaron casi niños y ahora cargan nietos en sus brazos o esperan hacerlo muy pronto, y los que hicieron de la universidad una vida y aguardan, sin ninguna impaciencia, la edad de retiro forzozo; los que son de aquí de la región y están orgullosos de serlo y los que son de fuera y han hecho de la región, por adopción voluntaria y feliz, su nuevo gentilicio. En este micromundo de la universidad todos, por múltiples caminos, hemos construido el macrocosmos de nuestros sueños. Creemos y amamos esta casa como la casa de nuestros padres, en donde lo recibimos todo y casi nunca nos exigían que devolviéramos nada. Sólo que muchos, yo diría la mayoría, como hijos agradecidos, nos empeñamos en darle lo mejor nuestro a este segundo hogar, así en algunos perviva aún esa odiosa relación puramente utilitaria con la institución. Los que hemos hecho de nuestro trabajo en la universidad un verdadero proyecto de vida y defendemos los valores cualitativos por encima de los pragmatismos instrumentales, pensamos que, en efecto, ese macrocosmos de los sueños nos alimenta la utopía de un mundo mejor y lo será así si todos participamos en edificarlo, siendo contemporáneos con la historia, teniendo conciencia de realidad, es decir, del aquí y el ahora, y no simples y fáciles nostalgiadores de lo que, finalmente, no pudieron hacer. Unos y otros estamos aquí, la mayoría por convicción y cariño, la minoría por obligación o protocolo.

Y es que así es la universidad: múltiple, variada, contradictoria, un espacio privilegiado en el que caben todos, en que se respeta la alteridad, en donde se ejercita la democracia, donde se goza y se sufre, se ama y se odia, se trabaja con empeño y seriedad y también se vegeta y se espera pasar el tiempo con escepticismo: un lugar único, irrepetible y acogedor en esta sociedad en crisis en donde conviven a plenitud hombres y mujeres de todas las tendencias políticas, religiosas y sexuales, científicos, artistas, tecnólogos, intelectuales, pragmáticos, soñadores, empresarios, toda esa gama variopinta de seres de diversos orígenes y convicciones que es la gran familia tecnológica, como la llaman algunos, pero que yo prefiero llamar familia universitaria porque el sueño del fundador traspasó los límites de su propia invención y ahora es también arte, humanismo, ya que, para fortuna de todos, los dinámicos procesos internos del saber han abierto las puertas para casi todas las formas del conocimiento. Por ello la universidad es universidad, o sea, espacio que tiende a la universalidad y no simple villorio en donde se practica la autocomplacencia de los unos frente a los otros.

Cuando caminamos por el campus, mis queridos colegas y amigos, nos asalta entonces esa memoria involuntaria: donde no había nada ahora hay un edificio, un jardín, una calle adoquinada, un precioso puente construido en guadua que nosotros llamamos guaducto; donde el olor de un vetusto salón y un pupitre gastado nos pudo inquietar, ahora hay un moderno computador, una pared nueva, y una luz esplendente que entra por la ventana, en medio de la soledad o el bullicio; donde antes existía un galpón, hoy una cafetería; en donde era puro bosque, ahora se abre espléndido un camino ecológico y un jardín botánico, todavía cómplice para las urgencias del amor entre los jóvenes; en un potrero que se habilitaba inútilmente como una cancha de fútbol, en la actualidad se vislumbra un moderno edificio; en el monte tupido del pasado reciente ahora se levanta una facultad que vivió varios años en la ciudad pero que fue derrumbada por un terremoto inefable; en la mesa que compartíamos con amigos que adelantaron su partida de este paso fugaz por la vida, ahora está la voz vibrante y los ojos inquietos en las nuevas utopías de los que acaban de llegar. La vida cambia, incesante, decía Borges. Y nosotros también: a algunos les alcanza la vida para coleccionar todos estos bellos escudos, a otros apenas la alegría de unos cuantos.

Estas y muchas cosas más quería recordar a través de la memoria, esta vez voluntaria, al dirigir unas breves palabras en este acto cargado de tanto simbolismo y para el cual fui escogido por las directivas. Aunque haya sido dicho de diversas maneras y a cada rato, no nos cansamos de afirmar que en la universidad se construye futuro, se forman nuevos ciudadanos, se tienen diferencias y respetamos y defendemos tanto el ponernos de acuerdo como el estar en desacuerdo. En este sentido, todos debemos ser mejores cada día, entregar nuestra experiencia y nuestro saber, y tener siempre ese sentimiento de gratitud con la institución. Esta casa de estudios es para mí el sitio más placentero de todos los que he tenido en los ya largos años de camino por el mundo y no tengo sino frases de entusiasmo y reconocimiento a la vida por haberme permitido ingresar como profesor en ella, hace ya quince años. Aquí han surgido nuevos amigos, muchos proyectos, importantes realizaciones, algunas frustraciones y desengaños; aquí he promovido y practicado el respeto por el otro, la tolerancia, el rechazo radical a todas las formas de violencia en los cargos como profesor, directivo y representante de los profesores al Consejo Académico; aquí he gozado los triunfos de los otros y lamentado la intransigencia de unos pocos. En este espacio del saber he sabido crecer aún más como ser humano y he visto pasar a muchos alumnos y alumnas que hoy se preparan para relevarnos y son, muchos de ellos y ellas, mejores que nosotros. Estando aquí y en otro momento memorable, vale decirlo, hace trece años, estrenando una soltería que duró muy poco, en un viaje a Bogotá, conocí a Nancy Córdoba, una exitosa dermatóloga capitalina a la que logré convencer, por esos designios maravillosos del amor, de venirse a vivir conmigo a Pereira y quien desde entonces es también profesora en la Facultad de Medicina, y es mi tierna compañera a quien amo y con quien soy muy feliz: con ella el universo todo de la cotidianidad es más amable y lleno de belleza… para ella, muy especialmente, también van estas palabras.

Finalmente, quisiera que esta intervención, aunque esté matizada por la experiencia personal, lograra congregar una voz colectiva en que cada cual se sintiera representado, ya que administrativos, trabajadores oficiales y docentes a quienes nos corresponde este año recibir el escudo, somos una parte de esa familia universitaria que, mediante estos rituales nos saltamos las barrenas de la simulación protocolaria y creemos que estos pequeños logros expresan –también- algo que de una forma u otra nos hemos ganado. Como decía antes, pretendo con estas frases expresar la voz de todos: no sólo los que han pasado casi toda su vida en la universidad sino los que hicieron de la universidad una vida, pues todos, desde diferentes perspectivas, hemos hecho de nuestro trabajo un proyecto de vida. Por el momento, lo que nos queda es persistir en el empeño, defender a toda costa la universidad de los peligros que la acechan en estos tiempos de guerra y desencanto, soñar, siempre soñar los sueños del futuro en donde sigamos todos y procuremos la excelencia en todos los órdenes. La memoria involuntaria tiene, entonces, que enriquecer nuestra vida: la luz del mañana, que todavía no es memoria, tiene que hacerse posible con la luz del presente, que mañana será memoria feliz. Es la tarea que no queda, mis queridos amigos y amigas hoy escudados con este escudo: para que nos convirtamos todos en escuderos del amor por esta universidad, hoy siempre.



César Valencia Solanilla
La Media Luna, 25 de septiembre de 2009