LA APATÍA EN LA U.T.P.
Carlos Alberto Carvajal Correa
Profesor Escuela de Filosofía
Universidad Tecnológica de Pereira
La aplastante ausencia de los estudiantes de la U.T.P. en los predios del Alma Mater durante estos días de paro nos debe permitir estar de acuerdo en que la apatía por los problemas que aquejan a la universidad es un fenómeno político relevante. Es apenas elemental pensar que este fenómeno puede ser también un indicador de calidad que revela el grado de interés o compromiso de los miembros de la institución no sólo para con ella sino para consigo mismos. Las causas de esta desbandada del campus deben ser múltiples así como también los responsables, lo que significa que no son sólo los más inmediatos actores, es decir, los dirigentes del movimiento como se puede interpretar desde la lectura más simplista, sino que aquí entramos todos: directivos académicos y no académicos, profesores, padres de familia, estudiantes, etc., etc.
Este fenómeno por supuesto no es nuevo pero sí parece cada vez más evidente con el paso del tiempo, incluso cuando la gloriosa gesta de la MANE le aplazó al gobierno la propuesta de reforma de la ley treinta con su famosa perla del capital con ánimo de lucro entre otras. En esta ocasión afortunada, gracias a muchos factores coyunturales como igualmente al trabajo de los líderes, también se hizo presente la apatía de la inmensa mayoría que prefirió refugiarse en su casa a la espera de cualquier desenlace, en especial el de no perder el semestre.
La realidad y contundencia de este fenómeno nos obliga a preguntarnos por las causas que lo generan, sobre todo en épocas de acreditaciones de alta calidad con base en indicadores que, según suponen algunos, en caso de cumplirse conducirían a las más excelsas producciones del espíritu humano. Igualmente suponen que, como consecuencia casi automática conducirían a una sociedad más equitativa, olvidando que la equidad cuyas condiciones son a la vez desarrollo y democracia, sólo puede darse si los individuos de esa sociedad están interesados en ello. La pregunta es entonces si estos procesos de acreditación también están incentivando en los estudiantes el interés por la suerte colectiva y no solamente personal.
Parece que estamos ante una comprensión institucional equivocada de la calidad, pues ella debe incluir la formación de profesionales o científicos altamente cualificados, pero ante todo críticos frente a los problemas de las instituciones que como la universidad hacen parte de la sociedad injusta a la que pertenecen. La comprensión de la calidad reducida a términos de conocimiento científico y desarrollo tecnológico sólo conduce a la despolitización de los ciudadanos, que como profesionales no serán más que analfabetas funcionales sin criterio político a merced del mejor postor en el mercado laboral. Sin duda los acontecimientos que presenciamos en la vida de la universidad, entre ellos de manera evidente el desinterés generalizado, es prueba fehaciente de la ausencia de una verdadera política de formación.
Lo extraño es que esta política de formación está contemplada en el Plan de Desarrollo redactado colectivamente, pero que ha sido olvidada debido a la pobreza en la concepción que en todos los estamentos se tiene del Alma Mater. Allí se expresó en uno de sus indicadores que la universidad carecía de un proyecto ético y pedagógico que debía llevarse a cabo a través de múltiples formas de interacción, las cuales implicaban una amplia participación en torno a los asuntos más vitales de la vida académica y social, esto es, asuntos políticos. En este punto neurálgico entonces, el Plan de Desarrollo no se está llevando a cabo.
La iniciativa de este proyecto tiene que ser, claro está, producto en primer lugar del deseo o lo que también se llama voluntad política, así como de la imaginación, que parece ser la más ausente quizás por ser la más difícil de despertar, tal como se hace patente en los discursos y en las acciones cualquiera sea su origen: honorables consejos, directivas, profesores, estudiantes, movimiento, derecha, izquierda, etc.
En todos estos niveles las relaciones entre los miembros de la comunidad académica se conciben como relaciones estratégicas bien sea dentro de marcos jurídicos o simplemente de fuerza, ancladas en concepciones incuestionadas e inamovibles que tienen más el aspecto de creencias religiosas.
Lo que exhibimos de este modo no es más que una incapacidad que debería estar superada en un ámbito como es el académico, donde se supone que las personas han alcanzado un desarrollo cognitivo suficiente tanto para actuar autónomamente como para ser capaces de poner en cuestión los argumentos contrarios y los propios. De ser esta una competencia aún no desarrollada, asunto para el cual deben ser puestas en marcha acciones derivadas del Plan de Desarrollo a todo nivel en la universidad, se trataría de una patología heredada socialmente, cuyo tratamiento aunque más complejo también debe ser objeto de profundos análisis interdisciplinares y de aplicación de políticas de formación ciudadana.
En el marco de este panorama tenemos quizás elementos para comprender por qué diez y seis mil estudiantes no acuden a la universidad en épocas de conflicto y prefieren permanecer escondidos en sus casas. Es probable que los esquemas en los que se mueven en la universidad las distintas vertientes ideológicas no ofrezca ningún atractivo, bien sea porque las formas tradicionales con las que se ha ejercido el poder han caído bajo sospecha y descrédito, o porque los discursos alternativos se han fosilizado en su teoría y en su práctica, contradiciendo su propia base conceptual de que todo cambia. De allí que si acaso existiera voluntad política, aún quedaría faltando la imaginación para remover la pereza y la apatía que no es sólo frente a nuestras representaciones tradicionales que bien podemos denominar politiquería, sino frente a nuestra propia condición de ciudadanos.
Si en virtud de alguna iluminación sobrenatural o terrena, a alguno de los actores se le ocurriera un argumento, no de fuerza sino cualquier forma de persuasión para levantar a aquellos diez y seis mil estudiantes y traerlos de nuevo a la universidad, podríamos asegurar que ese actor quedaría investido de toda la autoridad y dignidad características del ejercicio de una verdadera política participativa.