Hace 23 años, el 16 de agosto de 1989, cayó a manos de los sicarios, el hijo de esta tierra: Carlos Ernesto Valencia García, abogado, docente universitario, investigador y demócrata convencido, se desempeñaba como magistrado de la sala penal del Tribunal Superior de Bogotá.
Eran épocas donde el narcotráfico de los carteles de Medellín y Cali habían permeado a gran parte de la sociedad colombiana, y su poder parecía imparable. A pesar de todo, muchos fueron los que no se resignaron, y desde distintos escenarios se expresaron, movilizaron y enfrentaron a esta realidad. Realidad que en muchos escenarios había sido tolerada en aras de beneficios individuales y transitorios, permitiendo que se extendiera y fortaleciera a tal punto.
Hoy para recordar a este gran hombre, comparto un fragmento de una publicada en la Revista Cambio el 16 de septiembre de 2009, “El narcoterrorismo ataca al Poder Judicial” extracto de Días de memoria, del periodista Jorge Cardona.
“La racha criminal comenzó al caer de la tarde del miércoles 16 de agosto, cuando cuatro sujetos que se movilizaban en dos motocicletas de color negro asesinaron al magistrado de la Sala Penal del Tribunal Superior de Bogotá Carlos Ernesto Valencia García. Después de terminar sus labores cotidianas, el jurista abandonó su despacho, ubicado en la carrera 6a con calle 11, en el centro de Bogotá, y emprendió la ruta hacia el vecino municipio de Chía, donde tenía su residencia, pero minutos después, cuando transitaba por la calle 13 con carrera 16, fue baleado por los sicarios. Aunque alcanzó a ser conducido a la clínica San Pedro Claver, la gravedad de las heridas causadas por seis impactos de pistola nueve milímetros hizo impotentes los esfuerzos de los facultativos por rescatar su vida. No bastaron los sacrificios personales del magistrado Carlos Valencia, quien se había apartado voluntariamente de su familia exiliada en Guatemala y había cambiado sus hábitos de vida, por las recurrentes amenazas de muerte. Los asesinos lo acecharon hasta en su domicilio. Cuando conocieron los recorridos que diariamente realizaba en un jeep Toyota blanco asignado para sus desplazamientos, acabaron con su vida cuando apenas contaba con 44 años de edad.
No era necesario ahondar en demasiadas pesquisas para saber de dónde venían las balas asesinas. El 14 de marzo de ese mismo año, el magistrado Carlos Valencia García había obrado como ponente de la decisión del Tribunal Superior de Bogotá que confirmó el auto de llamamiento a juicio contra Pablo Escobar Gaviria y varios de sus secuaces por el homicidio del director del diario El Espectador, Guillermo Cano Isaza.
Semanas antes había integrado la sala que confirmó el auto de llamamiento a juicio contra el capo Gonzalo Rodríguez Gacha como autor intelectual del asesinato del ex candidato presidencial de la Unión Patriótica, Jaime Pardo Leal. Era evidente que, una vez más, la mafia del narcotráfico ensangrentaba a la justicia y que su designio era silenciar a todo aquel funcionario que se atreviera a encausar a los barones de la droga. A pesar de que ese mismo 16 de agosto el Estado se había anotado un acierto al lograr la captura de Alonso de Jesús Baquero, alias "Vladimir", el principal sindicado de la autoría material de la masacre de 12 funcionarios de la justicia en La Rochela, Santander, el magnicidio del magistrado Carlos Valencia García dejaba una sensación inequívoca de que la guerra contra la mafia se estaba perdiendo.
Como en ocasiones similares, los jueces del país se declararon en paro y anunciaron masivas renuncias hasta tanto el Gobierno no adoptara severas medidas de protección que les permitieran ejercer su labor sin presiones. En particular, 48 de los 54 magistrados del Tribunal Superior de Bogotá, en una misiva de renuncia dirigida al presidente de la Corte Suprema de Justicia, Fabio Morón Díaz, formularon un descarnado interrogante: «¿Qué queda de la justicia colombiana a la cual todos están atentos en criticar y que todos pretenden reformar, desde los doctores honoris causa hasta los trashumantes de procesos judiciales en trance de salvadores del país? Seguros de la inutilidad del sacrificio de más vidas humanas y de la ausencia de apoyo institucional efectivo, presentamos renuncia de nuestros cargos». A su vez, la Asociación de Empleados de la Rama Judicial, ASONAL Judicial, expidió una declaración en la que manifestó con señalamiento: «Resulta paradójico que los jueces, víctimas del ataque sistemático de los empresarios de la muerte, tengan que levantarse al lado de sus compañeros caídos para clamar la acción decidida de un Gobierno carente de auténtica voluntad política para proteger la vida de sus ilustres compatriotas».
Y por enésima vez salió a relucir el recuento de los mártires de la justicia colombiana. El ministro Rodrigo Lara Bonilla, asesinado en abril de 1984; el juez Tulio Manuel Castro Gil, en julio de 1985; los 11 magistrados que perecieron en el cruento asalto y posterior retoma del Palacio de Justicia en noviembre de ese mismo año; el magistrado Hernando Baquero Borda, sacrificado en julio de 1986; el magistrado Gustavo Zuluaga Serna, acribillado en octubre de ese mismo año; los 12 funcionarios de la justicia que fueron masacrados en La Rochela, Santander, en enero de 1989; el ex gobernador de Boyacá Álvaro González, asesinado en mayo a cambio de su hija, la jueza Marta Lucía González; la jueza María Elena Díaz Pérez, asesinada hacía apenas dos semanas; y ahora el magistrado del Tribunal Superior de Bogotá, Carlos Ernesto Valencia García. Aunque ASONAL Judicial hizo pública una investigación, según la cual entre los años 1982 y 1989 habían sido asesinados 120 de sus afiliados, la ola sangrienta de los últimos tiempos tenía un victimario reconocido: el triángulo Pablo Escobar, Gonzalo Rodríguez Gacha y Fidel Castaño identificado en la investigación de la jueza segunda de orden público, Marta Lucía González.
Esta vez la víctima era un prestante jurista. Nacido en Pereira en 1944 y graduado en la Facultad de Ciencias Sociales del Externado de Colombia en 1968, Carlos Valencia García se desempeñó inicialmente como juez en su ciudad natal y en el municipio de Santa Rosa de Cabal. Posteriormente se trasladó a Bogotá para regentar diversas cátedras en las facultades de Derecho de las universidades Libre, Los Andes y Externado de Colombia. En agosto de 1985, la Corte Suprema de Justicia lo designó como magistrado de la Sala Penal del Tribunal Superior de Bogotá, desde donde venía desplegando una valiente labor, especialmente en la investigación de casos relacionados con la arremetida de los carteles de la droga. Horas antes de ser asesinado, el magistrado Valencia García pidió revocar la sentencia de primera instancia que había absuelto al capo Gonzalo Rodríguez Gacha por el magnicidio del ex candidato presidencial Jaime Pardo Leal. Era un auténtico baluarte de la justicia y por eso sus colegas reaccionaron airadamente. Algunos pidieron la aplicación de la pena de muerte, otros propusieron la renuncia colectiva de todos los administradores de justicia. Aquélla fue una hora en que el Poder Judicial se puso de pie ante los violentos.”