¿Estudias o trabajas?

Por: Piedad Bonnett.

Información disponible en: http://www.elespectador.com/impreso/opinion/columna-328687-estudias-o-trabajas

"Yo tuve veinte años —escribió el escritor y filósofo francés Paul Nizán— y no dejaría que nadie dijera que esa es la edad más bella de la vida”.

 

Entiendo sus palabras, que parecieran contradecir el lugar común, pues a esa edad o un poco antes la sociedad le hace al muchacho una pregunta definitiva, que es recibida casi siempre con incertidumbre: ¿qué vas a hacer? O peor aún: ¿qué vas a ser? Se ha llegado a la edad de las definiciones.

 

Sobra decir que muchísimos jóvenes no tienen opción y se dedican al “rebusque” o a hacer aquello a lo que su circunstancia los condena: los trabajos más duros, los mismos que hicieron sus padres y sus abuelos. Nos duelen esos jóvenes, pero también, y tal vez más, los que aspirando a superar con estudio la condición en que se criaron, se estrellan con un mundo que les hace muy difícil la tarea. Puede ser el caso de Wilson, hijo de un fontanero, que sabe dibujar y querría ser diseñador o arquitecto, pero que no pasa en ninguna universidad porque su escuela no lo preparó bien y debe resignarse, por ahora, con ayudarle a su padre. O de Mabel, que cursó Sistemas en un instituto dudoso, el único que pudo pagar, y cansada de pasar hojas de vida sin ningún resultado se rinde a ser empacadora en un gran almacén de cadena mientras “algo sale”. Pero también está Andrés, egresado de biología de una universidad de prestigio, que con un préstamo hizo en el exterior una maestría y un doctorado y cuando llega al país se encuentra con que no hay sino ocasionales trabajos free-lance que no le permiten ni siquiera cancelar la deuda. “Si no encuentras trabajo, haz otra maestría”, trinaba alguien hace poco. Y es que, según la Cepal, Colombia tiene uno de los índices más elevados de desempleo juvenil en América Latina. La rabia, la desesperanza, el resentimiento, son sentimientos que necesariamente afloran en los jóvenes que ven truncadas una y otra vez sus expectativas de estudio y trabajo.

 

En un país donde una buena cantidad de gente se enriquece a través de la corrupción, el narcotráfico y el contrabando, elevar el nivel educativo de sus jóvenes y ayudarlos a entrar en el mercado tendría que ser una prioridad del Estado. Pero la señal que éste manda no es nada buena. Según el Observatorio Laboral para la Educación, mientras un ingeniero de petróleos o un geólogo recién graduado gana, en estos tiempos deslumbrados por la locomotora minera, seis o siete veces el salario mínimo, los profesores siguen siendo los trabajadores peor pagados. Más aún si son maestros de preescolar o de lengua castellana y literatura, pues su sueldo no llega siquiera a los $900.000 pesos. Eso hace que la delicadísima tarea de educar a nuestros niños esté en manos o de unos pocos apasionados o de los que no pasaron en otras carreras, como me confesaba un estudiante de educación hace poco. No nos extrañe, pues, que estemos en la cola de las pruebas internacionales de matemáticas y lenguaje, que nuestros adolescentes salgan de la escuela sin comprender lo que leen y sin poder escribir correctamente un párrafo y que ser maestro sea la última opción que un muchacho contemple.

 

En medio de este desolador panorama leo dos noticias alentadoras: que Colfuturo formará con recursos de las regalías a 50 profesionales de lugares con pocos doctores como Chocó o La Guajira, y que la ONG Enseña por Colombia acaba de seleccionar a un grupo de recién egresados destacados para que enseñen por dos años en colegios con población vulnerable. Dos iniciativas pequeñas pero esperanzadoras, siempre y cuando los profesionales tengan luego buenas propuestas de trabajo en sus regiones y el de la ONG sea un proyecto de largo aliento y en continua expansión.