Leer es mucho más que descifrar signos gráficos.
El sábado, en el marco del Hay festival, que convoca en Cartagena a las figuras más destacadas de la literatura mundial, el presidente Santos y las ministras de Cultura y Educación celebraron un acuerdo para la prosperidad en el que se lanzó el Plan Nacional de Lectura y Escritura. Es un acierto, por lo menos en el plano simbólico, que se asocie la cultura con la prosperidad. La propuesta es bastante buena y viene respaldada por una asignación presupuestal importante para adquisición de libros y formación inicial de bibliotecas escolares.
Sin embargo, para que una sociedad lea y escriba se necesita algo más que letras impresas y papeles en blanco: hace falta inventar cada día la pasión, la urgencia por descifrar la vida propia y la vida del mundo, el desasosiego que produce el paso del tiempo. Y es que la lectura es el acercamiento a la memoria de otros y la escritura, la recuperación de la memoria propia. Leyendo y escribiendo se conectan los vivos y los muertos, los que hoy viven y pueden legar su vida a quienes no han nacido, los que viven como antípodas del planeta y de las ideas, quienes se aman en la distancia...
Recuerdo con emoción los Manuscritos de Rusia, de Konrad Lorenz, quien cambiaba su comida por papeles de empaque en un campo de concentración en Siberia para no olvidar lo que pensaba sobre la ciencia del aprendizaje y el comportamiento de los animales. O los Escritos de tiempo de guerra, que Teilhard de Chardin garabateaba en los barriales de las trincheras durante la Primera Guerra Mundial. No tenían los medios, pero tenían la pasión por el mundo.
¿Qué tendríamos que hacer los maestros para cultivar esa pasión en los niños que nos miran desde sus sillas escolares? ¿Cómo sembrar en ellos la emoción de ver nacer una mariposa, el horror de una muerte violenta, el rechazo a la injusticia cotidiana? ¿Cómo conducirlos a valorar sus historias de vida y las de sus familias y poblados como la historia verdadera que sólo la palabra escrita podrá conservar para que sea recordado su paso por el mundo?
La palabra escrita e impresa es el único medio que hasta ahora ha inventado la humanidad para perpetuar sus huellas y afirmar su existencia. Por esto quienes no escriben desaparecen y todo lo que vivieron y aprendieron, la forma como vieron y sufrieron el transcurso del tiempo con sus glorias y miserias se desvanecen en el olvido. Cada vereda, cada poblado, cada escuela de este inmenso país es un rescoldo de humanidad donde el mundo es pensado de modo diverso y por eso debe perdurar. Pero cuando solo unos pocos escriben, y de ellos solo una fracción logra que su pensamiento merezca el privilegio de la imprenta, y cada libro sólo encuentra unos centenares de lectores, entonces la visión del mundo y la construcción de humanidad se reduce a unas poquísimas verdades oficiales que matan la oportunidad de ser humano entre humanos, de participar en la construcción del destino colectivo, no de un país sino de toda la especie.
Leer es mucho más que descifrar signos gráficos: más bien se trata de descifrar en un párrafo, en unas páginas, una colección inagotable de enigmas que van desde el desenvolvimiento de un relato hasta las grandes preguntas de la existencia. Y escribir no es propiamente el ejercicio motor que conduce una palabra desde alguna zona del cerebro hasta la punta de los dedos que agarran el lápiz sobre la hoja de papel. Es, en cambio, la obsesión por la memoria, la necesidad de guardar fuera de sí el mundo que se ha aprehendido, la experiencia que se ha pensado, las explicaciones que se han ido robando al mundo.
Si algo de esto cultivamos en nosotros y en nuestros niños, descubriremos universos inagotables en esas pequeñas bibliotecas escolares que poco a poco podrán añadir a los libros adquiridos aquellos que se produzcan en las aulas.
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