Hay personas que transitan los espacios sin hacer ruido, pero dejan un eco. Que no necesitan levantar la voz para ser escuchadas, porque su presencia habla por sí sola. Rosa Hortensia Mejía Baena no es solamente una funcionaria de la Universidad Tecnológica de Pereira; es parte viva de su historia. Un puente entre generaciones. Un rostro que sonríe en los pasillos, una palabra amable siempre a tiempo, una mujer que decidió quedarse… y echar raíces.




La suya no es una historia de ascensos visibles ni de protagonismos. Es, en cambio, una trayectoria construida con constancia, amor por el oficio y una fidelidad que no se exige: se entrega. Su primer acercamiento a la UTP fue breve, a través de la Fundación Universitaria para la Cultura. Estuvo solo un mes antes de continuar su camino por otros rumbos. Sin embargo, el destino le tendría reservada una segunda oportunidad.
“Están necesitando a alguien en Registro y Control”, le comentó un conocido. Con la hoja de vida en mano y mucha disposición, Rosa llegó. El entonces director del área, Julio Marulanda, confió en ella. Así comenzó su recorrido en la UTP, entre registros académicos, cargas horarias y documentos. Dos años bastaron para crear un lazo duradero. Más adelante, ganó un concurso en la Facultad de Ciencias Ambientales, y luego fue trasladada al Departamento de Matemáticas, donde permanece desde hace 24 años.
No hay fórmulas en su historia. Solo una certeza: el amor por lo que se hace. Rosa llega temprano, abre la oficina antes del amanecer, se queda sin mirar el reloj. No cumple horarios, cumple con el corazón.
Desempeña dos roles: secretaria y docente. A primera vista, funciones distintas. Pero en ella se entrelazan de forma natural. Sirve en el día, enseña en la noche. Escucha, acompaña, escribe, comparte. Como quien entiende que vivir no es dividirse, sino multiplicarse.
Conoció una universidad distinta, más pequeña, donde todos se reconocían. Recuerda los buses internos, que llevaban a estudiantes, docentes y administrativos como si fuesen familia.
“Montarse en el bus era una fiesta. Ahí iba uno con los jefes, con los compañeros, todos iguales, todos riendo”, rememora con nostalgia. Aunque los tiempos han cambiado, Rosa sigue presente, testigo silenciosa de la transformación institucional.
Uno de sus mayores retos fue la transición tecnológica. Aprendió mecanografía en Ginebra, Valle del Cauca, con máquinas de escribir Remington. El paso al computador no fue fácil, pero no se quedó atrás. Aprendió, pidió ayuda y se adaptó, demostrando que el aprendizaje es permanente.
Su vínculo con la universidad también es familiar. Su hijo, Alejandro, estudió en la UTP gracias a las políticas de apoyo a los hijos de funcionarios. Hoy cursa una maestría en Estudios Culturales y Narrativas Contemporáneas.
“La universidad le dio la oportunidad, y yo siempre estaré agradecida por eso”, dice con la voz entrecortada. Para ella, la UTP no es solo un lugar de trabajo: es su hogar.
Desde 2007, también es docente en la Licenciatura en Matemáticas y Física.
“Aporto un pedacito de conocimiento, pero recibo mucho más”, afirma. Su vocación por la enseñanza complementa su labor administrativa.
“No me dedico solo a la docencia porque amo los dos trabajos. Los dos me completan”.
Si se la ve caminar por el campus, parece siempre sonreír.
“A pesar de las dificultades, hay que sonreír. Nadie sabe lo que uno lleva por dentro, pero la sonrisa es una forma de agradecer que uno está aquí”.
¿Quién es Rosa Hortensia? Ella se describe como una mujer sencilla, criada en el campo, enamorada de su esposo, de su hijo y de su gente. Llegó a Pereira desde Ginebra, a una ciudad que no parecía hecha para ella, y decidió quedarse porque aprendió a amar lo que encontró.
Hoy, cuando le preguntan si piensa retirarse pronto, responde con picardía:
“Por ahora, no me pienso ir de la universidad. Van a tener Rosa Hortensia para rato”.
Y que así sea. Porque hay personas que no solo trabajan en una institución. La habitan. La representan. La hacen mejor.