Le pidió trabajo directamente al rector y selo dio. A solo un día de iniciar como vigilante, fue señalado como policía infiltrado y lo lincharon los estudiantes que estaban en una revuelta. En la UTP ocupó solo dos cargos, el segundo fue en el anfiteatro de Medicina, allí se jubiló hace menos de una semana. La Universidad le dio lo que nunca imaginó antes: Estabilidad, afectos y la oportunidad de hacer una familia que lo hace feliz.

José Israel Buriticá cumplió 37 años de vida laboral en la Universidad Tecnológica de Pereira. “Bien vividos”, dice. Y así como recuerda su permanencia, recuerda también cómo llegó: desempleado, con dos hijos pequeños y su esposa dependiendo de él. 

Una mañana decidió esperar al rector de entonces, Gabriel Jaime Cardona, que acostumbraba atender a la gente en el pasillo. “Doctor, estoy muy necesitado”, le dijo. Cardona lo miró y le respondió: “Se le ve la sinceridad en el rostro. Yo sí le voy a ayudar”. Le preguntó si sabía de seguridad; Israel no tenía experiencia, pero aseguró que aprendía rápido. Ese mismo día, con su hoja de vida y las dos recomendaciones que le pidió Don Gonzalo Montoya, lo contrataron de inmediato. Empezó turno ese mismo día, de 6 de la mañana a 2 de la tarde.

Al día siguiente, mientras recibía instrucciones básicas de los compañeros, hubo una revuelta estudiantil. Israel, “bisoño en esto de la seguridad”, se paró a observar. Un líder estudiantil denunció en voz alta que entre ellos había “un sicario del gobierno”, un “policía infiltrado”. Israel, sin entender, buscaba con la mirada quién era ese supuesto policía. “Y era yo”, dice. Lo golpearon con una piedra, con palos, y tuvo que correr hacia mecánica y luego refugiarse en la jefatura de personal. Compañeros antiguos —José Luis Noreña y Conrado Correa— salieron a explicarles a los estudiantes que él era empleado nuevo. Finalmente, pudieron sacarlo en una camioneta para atenderlo en el Seguro Social. Aun así, regresó al día siguiente. Cuando el rector lo vio con la boca hinchada le dijo sorprendido: “¿Usted volvió?”. Israel le respondió que él había prometido cumplir con el compromiso y que “a uno no lo podía amilanar nada de eso”. Cardona ordenó su posesión inmediata: “¿Prueba? La de ayer”.

Así empezó su vida universitaria: cinco años como vigilante, rotando turnos de seis a dos, de dos a diez y de diez a seis, caminando la universidad de punta a punta con un reloj de control. En esa época no había cámaras ni alambrados; el campus era completamente abierto.

El aprendizaje fue duro. Le tocó entrenamiento en manejo de armas, polígono en San Mateo, y acompañamiento psicológico constante porque estaban armados día y noche. Usó el arma dos veces, no contra la humanidad —aclara— sino para defender compañeros en situaciones extremas. En una ocasión, un hombre con una peinilla amenazaba a un vigilante; al ver el arma, el agresor soltó el machete. En otra, un hombre bajo efectos de alucinógenos quebraba vidrios con un cuchillo. Israel tuvo que someterlo con el bolillo, con el apoyo posterior de unos escoltas y del entonces profesor de Medio Ambiente, hoy rector, Luis Fernando Gaviria.

Después de esos cinco años, pidió un cambio. Quería salir del encierro del turno y tener un trabajo más estable. Con el rector Ricardo Orozco surgió una vacante en el anfiteatro. Para pasar a trabajador oficial tuvo que renunciar como vigilante y volver a firmar. Fue el 15 de marzo de 1993, recuerda, cuando asumió el cargo que desempeñaría durante tres décadas.

El anfiteatro no fue fácil: desinfección rigurosa, manejo de químicos fuertes —formol, fenol, alcohol al 95, soda cáustica—, riesgo permanente de hongos de cadáver que “le tumbaban a uno las uñas”. La universidad le proporcionó elementos de bioseguridad estrictos: caretas antigas, guantes y todo lo necesario para trabajar sin riesgos mayores. Aprendió de las compañeras y entendió que de su trabajo dependían estudiantes, profesores, administrativos y él mismo. Con esfuerzo, dice, logró que en el anfiteatro desaparecieran muchos de esos hongos.

Hasta el primero de diciembre de 2025  trabajó en la Facultad de Ciencias de la Salud, siempre en el área del anfiteatro. Y habla de la UTP como su segundo hogar, incluso su primero: “pasado uno aquí más tiempo que en su casa”, asegura. A las 5:30 de la mañana ya suele estar en el campus, y cuenta como un privilegio ver las aves al amanecer, los loros, los barranqueros que a veces entran al anfiteatro y él mismo los saca con la mano. “Eso es hermoso; vale todo el oro del mundo”, dice. También los perros y los gatos que lo reconocen.

Dice que la universidad le dio bienestar, “estar bien en el entorno”. Gracias a su trabajo logró una casa para su familia; un hijo es médico cirujano especializado en Cuidados Intensivos, otro estudió derecho en la Universidad Libre y su hija hizo un tiempo de química industrial en la UTP. Su esposa, fundamental en todo este camino, sobrevivió a varias operaciones de cáncer; Israel agradece especialmente a las facilitadoras y psicólogas de Bienestar Universitario, en especial a Angélica Tobías, por el acompañamiento recibido.

Ya piensa que hacer tras su retiro: tiene 70 años y quiere viajar. Su hija vive desde hace 27 años en España, en Torrejón de Ardoz, y sus nietas lo esperan allá. Su sueño es conocer el Coliseo romano. Quizá después, dependiendo del clima y de la vida con su esposa, que pueda quedarse una temporada.

José Israel Buriticá deja momentos imborrables en la Facultad de Ciencias de la salud: su buen humor, siempre disponible para lo que había que hacer, sabia su rutina y la hacía con lujo de detalles, discreto y buen compañero.