Llegó a la UTP desde antes de nacer, su madre era estudiante de Tecnología Industrial. Su padre comprometido también por la causa docente. Aprovecha cada oportunidad para crecer y para sr mejor persona. Ha enfrentado momentos difíciles de salud, la universidad ha sido su terapia. Hoy dirige Tecnología Industrial y cierra su ciclo doctoral.

Carlos Andrés Botero Girón ya respiraba el aire de la Universidad Tecnológica de Pereira, cuando su madre con él en su vientre, llegaba a los salones de clase como estudiante del primer semestre del programa de Tecnología Industrial, presentaba su último examen final cuando llegó al mundo. Hoy, casi medio siglo después, Carlos Andrés dirige ese mismo programa, como si la vida —o el destino— hubiera cerrado un círculo perfecto.

La UTP es su vida

“Yo he vivido toda mi vida en esta universidad”, dice con orgullo, en medio de una alegría que contagia expresada en una sonrisa que mezcla con orgullo y algo de asombro. No exagera: su padre también fue profesor, decano y jubilado de la misma Facultad de Tecnología. De niño asistía a las tardes recreativas, que la universidad ofrecía a los hijos de profesores y personal administrativo. Era  donde hoy funciona la Vicerrectoría de Responsabilidad Social. Se tomaba el parque de los sapos, el parqueadero central, corría entre los salones, miraba los tableros, escuchaba el rumor de las clases y soñaba: “Algún día quiero ser profesor… pero no de colegio, sino de esta misma universidad”.

Creció con esa certeza silenciosa. Sus estudios de primaria y bachillerato los hizo en el colegio Calasanz, pero nunca se alejó del campus. Hizo su preicfes en la UTP, sus vacaciones recreativas, sus primeras amistades. Recuerda cuando el entonces rector, Ricardo Orozco, padre de uno de sus amigos de pilatunas en el “cole” visitaba el colegio para hablar de la universidad: “Siempre me decía ‘Carlitos’, y cada que nos vemos me abraza, me dice: ‘¿te acordás cuando iba a hablar de la universidad?’”. Esas pequeñas memorias siguen vivas, en su memoria fina y llena de detalles y anécdotas. 

Su historia en la Universidad

Ingresó en 1994 al programa de Medicina, pero pronto descubrió que no era lo suyo. “Quería ser médico, pero entendí rápido que eso no era lo mío”, confiesa. Trabajó vendiendo carros, luego en una editorial de textos escolares, caminó la vida hasta encontrar su camino en la administración de empresas. Se graduó en 2005 y, apenas con su diploma, llegó a la UTP con un contrato de 300 mil pesos para aplicar encuestas en un proyecto. “Muchos desconfiaban de mí, pero el profe Jaime Osorio creyó en mí”, recuerda. Esa confianza inicial fue el inicio de todo.

Aquí, en la universidad, todo le ha pasado. “Llegué soltero, aquí me casé, aquí nació mi hijo, aquí me divorcié…”. También aquí enfrentó uno de los momentos más duros de su vida: en 2018 le detectaron un tumor en la columna que amenazaba con dejarlo inválido. “Me operaron, estuve cuatro meses incapacitado. Un día le dije al médico: no me incapacite más, extraño la universidad, a los estudiantes, a los profesores. Extraño este campus tan maravilloso. La universidad es mi terapia”.
Y lo dice sin dramatismo, lo reconoce de manera serena reconociendo que  ha encontrado en su oficio una forma de sanar. “En los momentos difíciles, la universidad me ha devuelto la vida”.

Una vida de compromiso

El campus ¡es su lugar de trabajo, es su hogar!. “Llego a las seis y media de la mañana y salgo a las siete de la noche. El solo saludo con la niña del tinto ya me alegra el día. Esto es vida”, dice con entusiasmo genuino. Y se nota: habla de la universidad como su fuese una extensión de sí mismo. “La universidad me lo ha dado todo: felicidad, oportunidades, amistades, el carro que tengo, los viajes. Todo. Incluso otra oportunidad para rehacer mi vida de pareja. Aquí he conocido a alguien que me ha despertado de nuevo el amor. Por eso le retribuyo a la UTP con mi trabajo, con calidad, con cariño. A mí no me pagan por trabajar, me pagan por hacer lo que me gusta”.

Su historia profesional está marcada por la constancia. Después de su primer proyecto, trabajó en la incubadora de empresas como director de proyectos especiales y, en 2008, comenzó a dictar clases en municipios como Belén de Umbría. Tres horas semanales bastaron para despertar su verdadera vocación. En 2010 se vinculó como profesor de tiempo completo y cursó la maestría en Comunicación Educativa, una decisión que cambió su manera de entender la enseñanza:
“La educación es un acto comunicativo. Tengo que reconocer quién es el otro, entender que mis estudiantes tienen dificultades, que vienen de entornos complejos. Eso me ha hecho más humano, más incluyente”.

Aquella maestría le permitió mirar el aula con sensibilidad nueva. “Antes llenaba el tablero y ellos copiaban. Hoy la educación es diálogo, es reconocer la vida del otro”. De esa experiencia guarda un cariño especial por la profesora Olga Lucía Bedoya, quien —entre “mucha varilla”— le enseñó a amar la comunicación y la educación.

Hoy adelanta su doctorado en Ciencias de la Educación. Avanza despacio, con pausas por motivos de salud, pero sin perder el entusiasmo: “El doctorado hay que disfrutarlo, saborearlo, no hacerlo por puntos ni por el título”.

En 2023, tras la salida del profesor John Jairo Sánchez, asumió la dirección del programa de Tecnología Industrial. “Fue una elección por votación popular, me postularon los mismos compañeros”, cuenta. Desde entonces ha impulsado la apertura de programas en municipios como Marsella, Belén de Umbría, La Virginia, y pronto Quinchía y Pueblo Rico. “El factor fundamental son los estudiantes. Si no hay estudiantes, lo otro muere. A ellos hay que tratarlos como lo más sagrado”.

Carlos Como Docente

Como docente, se define así: “Amigable con los estudiantes. Les digo que son mis hijos adoptivos. Pero también hay que exigirles: duro con la exigencia, suave con el ser humano”. Su oficina es un lugar de puertas abiertas. Los estudiantes lo buscan no solo para hablar de clases, sino de la vida. “Me dicen que soy muy exigente, pero el 98% me quiere”, comenta entre risas.

Sus momentos felices

Entre sus mayores alegrías están los momentos compartidos: 

  • Su grado de magíster.
  • Su elección como director.
  • La acreditación de programas en municipios. 
  • El gesto de un estudiante que lo llama para pedirle que sea él quien le entregue el diploma. “Cuando los muchachos me dicen eso, es la mayor felicidad”.

Y aunque la vida le ha traído desafíos —un divorcio, una cirugía, las pruebas cotidianas—, su tono sigue siendo optimista: “Yo soy feliz, en medio de los altibajos. Porque trabajo en lo que amo, porque la universidad me mantiene joven. Aquí uno vive sus duelos con tranquilidad”.

Cuando le preguntan qué sueña para el futuro, no duda: “Una universidad más humana. Una universidad con mayor proyección hacia el desarrollo regional. La educación vive una crisis, hay que repensarla. A mí me quedan unos 14 años activos en la institución, y quiero dejar una huella”.

Y quizás ya la está dejando, sin notarlo del todo: la de un hombre que no solo nació en la universidad, sino que ha aprendido a vivir —y a ser feliz— dentro de ella.