Llegó a la UTP como docente después de una desprevenida charla con el entonces decano de la Facultad de Medicina. Ya tenía su primera maestría y fue uno de los profesores que formaron la primera promoción de médicos de la institución. Su casa está forrada en libros, son más de 7 mil catalogados y una mínima cantidad se refieren a la medicina. Su vida ha sido la psiquiatría y su pasión la literatura.



Es Rafael Alarcón Velandia quien después de 18 años de haberse jubilado todavía se siente vigente en la universidad. Acudiendo a su buen humor, señala que: “Cada vez que me quieren sacar, yo me invento un cuento para estar adentro”. Y esos cuentos son proyectos, grupos de lectura, charlas sobre salud mental, los diálogos “literatura y psique”.
La Universidad Tecnológica de Pereira sigue siendo su casa; la otra es, su casa-biblioteca, donde las paredes, los patios y los baños fueron reemplazados por estanterías repletas de libros.
Es un Santarosano puro, como insiste en aclarar, pese a que su partida de nacimiento dice Bogotá, creció en ese clima templado y frio de la ciudad de las Araucarias un municipio al que no se sabe el porqué, le rinde tributo. Allí cursó la primaria en el Colegio Jesús de los Hermanos Maristas y el bachillerato en el Francisco José de Caldas, de donde se graduó en 1968. Diez años después, ya era médico y cirujano de la Universidad de Caldas. Su carrera fue promisoria y lo puso donde siempre quiso estar: Fue director del hospital de Mistrató, trabajó en el ya desaparecido Servicio Seccional de Salud y dirigió el Hospital San Jorge de Pereira.
Su llegada a la UTP
Para Rafael el impulso por conocer y saber más fue provocado por la lectura, desde niño fue un gran lector al punto que lo llevó a que no se conformara con los límites de la práctica médica, entonces viajó a Bogotá, se especializó en psiquiatría en la Pontificia Universidad Javeriana, fundó con otros colegas la clínica Los Rosales y más tarde el Instituto del Sistema Nervioso de Risaralda, la clínica de salud mental más grande de la región. Aun así, el impulso por aprender lo llevó más lejos: Europa fue su siguiente nivel, con una duración de seis años, allí cursó una maestría en Psiquiatría Geriátrica y Demencias y estudió filosofía en Barcelona.
Su vínculo con la Universidad Tecnológica de Pereira comenzó en 1980, casi por azar. En una reunión de médicos, el decano de entonces, Juvenal Gómez, le preguntó si era salubrista. Alarcón respondió que sí. “Lo necesito en el Departamento de Salud Comunitaria”, le dijo. Así, sin haberlo planeado, empezó una historia que se prolongaría más de cuatro décadas. Fue el primer director del Departamento de Salud Comunitaria, profesor de la primera cohorte de la Facultad de Medicina y, con el tiempo, decano. Recuerda en ese primer grupo de graduandos a la doctora Julieta Henao a los doctores Henao, Bustamante y Mosquera.
Con el tiempo y la formación que no tenía freno, fue parte del Departamento de Psiquiatría hasta su jubilación. En ese largo recorrido publicó más de veinte libros, escribió capítulos junto a colegas de distintas universidades y lideró investigaciones que trascendieron fronteras. En el grupo de neurociencias en demencias logró publicar artículos en revistas internacionales como American Journal of Alzheimer’s Disease. De su trabajo surgieron estudiantes que luego se formaron en doctorados en neurociencias en Estados Unidos y Europa. “Uno se siente feliz cuando los alumnos superan al maestro”, dice con gran orgullo.
Rafael Alarcón como docente
Su vocación docente tuvo dos etapas, lo confiesa con humor. “La primera fue punitiva, rígida, acartonada. Yo creo que las primeras generaciones no me quieren mucho”, recuerda entre risas. “La segunda, más tranquila, más humana, más de amistad y de diálogo”. Aprendió con el tiempo que enseñar también es acompañar, que la exigencia no excluye la calidez. “La madurez me volvió más tolerante —asegura—, pero sin perder la rigurosidad. Enseñar en medicina es un acto que tiene que ver con la vida y la muerte”.
Su pasión por la literatura
Visitar su casa, es llegar a una biblioteca, allí ha cultivado su otra pasión, su otro pulso vital que está en los libros. Siete mil volúmenes catalogados y otra cantidad considerable sin clasificación, habitan los estantes que recubren cada pared de una vivienda de dos niveles. “No hay sino una habitación donde hay cama para dormir”, comenta. El resto es biblioteca: literatura, filosofía, un poco de medicina. Entre ellos están Homero, Horacio, Virgilio, Dante, Shakespeare, Cervantes, García Márquez, Kafka, Saramago, Marguerite Yourcenar, Marvel Moreno… todos sus amigos muertos, con quienes conversa cada día. “Converso con ellos todos los días —dice—, todos están en mis paredes”.
Se levanta a las cuatro de la mañana, prepara café y lee hasta las siete. En las noches, antes de dormir, otras tres horas. “Leía seis horas diarias mientras trabajaba, entre clases, pacientes, administración”, cuenta. La disciplina es su manera de entender la libertad. “Para mí, la disciplina es lo fundamental. Y la curiosidad. Yo me autodenomino aprendiz del lector”, dice con una mezcla de orgullo y humildad.
Tras jubilarse en 2008, se prometió no ser “un viejo chocho viendo fútbol o lamentándose”. Entonces volvió a la universidad, ahora por el camino de las letras. Su amigo César Valencia Solanilla lo matriculó en la maestría en Literatura de la UTP, y años después se doctoró en la misma universidad, a los 64 años. Desde entonces, junto a su esposa —filóloga y lingüista—, fundó el grupo Literatura y Psique, un espacio que explora los vínculos entre la literatura y la mente. Cada último viernes de mes se reúnen en el Banco de la República para dialogar sobre una obra: llevan 93 sesiones, además de simposios, cursos sobre Borges o Cortázar, y conferencias abiertas. “Todo lo hacemos gratuito. No cobramos un peso”, dice.
A ello se suma su trabajo con la Asociación de Jubilados de la UTP, donde dicta charlas sobre salud mental y envejecimiento exitoso. “Cada vez que me quieren sacar de la universidad, me invento un cuento para seguir adentro”, repite con picardía. Es su manera de seguir vinculado, de agradecer. “La universidad es mi casa —afirma—. Me ha dado todo: mi desarrollo profesional, mis estudios en Europa, mis amigos. Le debo mucho”.
Sus momentos felices en la UTP
De la UTP recuerda tres momentos felices: su ingreso como profesor, el apoyo que recibió para su desarrollo profesional y, ya jubilado, la posibilidad de seguir activo en la vida universitaria. “Voy y me saludan de todas las generaciones —dice—. Me siento bien recibido, como en casa”.
Cuando le preguntan si cree que ha dejado un legado, prefiere no responder con grandilocuencia. “Eso lo juzgarán los demás. Como los escritores: uno escribe su libro, pero quienes lo juzgan son los lectores”. Sin embargo, sus años de docencia, sus libros, su grupo de literatura, sus investigaciones y su ejemplo de disciplina y curiosidad lo dicen todo.
Hoy, entre los estantes repletos de su biblioteca, Rafael Alarcón sigue siendo profesor. No necesita aula ni tablero, ni laboratorio. Enseña en la conversación, en el vino compartido con jazz de fondo, en el consejo a un joven lector que visita su casa. “No presto libros —advierte—, pero aquí se puede venir a leer”. Y es cierto: su casa-biblioteca es también una prolongación de la universidad, una clase abierta donde la vida y la palabra aún dialogan.








