En la vida universitaria hay personas que llegan, cumplen su ciclo y se marchan. Y hay otras que, sin proponérselo al principio, acaban echando raíces tan profundas que la institución y su historia se entrelazan de forma inseparable. Germán Andrés Holguín Londoño pertenece a ese segundo grupo.

Su relación con la Universidad Tecnológica de Pereira comenzó en 1993, cuando ingresó al Programa de Ingeniería Eléctrica como estudiante. Llegó en una época de cambios, cuando los grupos de investigación apenas empezaban a tomar fuerza y los semilleros se asomaban para generar provocaciones a profesores y estudiantes. La innovación se empezaba a escribir y la universidad construía las bases de lo que sería su posterior despegue en ciencia y tecnología.
Es Germán Andrés Holguín Londoño quien no tardó en explorar espacios más allá de las aulas, pero que le generarán valor a su paso por la universidad. En cuarto o quinto semestre ya trabajaba con un profesor joven investigador e inquieto por lo que se veía en oportunidades para la institución, el profesor Álvaro Ángel Orozco, en un grupo de investigación que le abrió la puerta a proyectos de consultoría con empresas de la región y a convocatorias de Colciencias, entonces todavía un terreno nuevo para muchos. La experiencia lo marcó: “Desde muy temprano tuvimos la oportunidad de hacer publicaciones y participar en proyectos reales”, recuerda.
Su distinción como estudiante no vino de un promedio brillante, sino de un modo particular de aprender: en equipo, en laboratorio, en el terreno donde la ingeniería deja de ser un listado de materias y se convierte en herramienta para resolver problemas concretos del entorno. Esa es la misma lección que repite hoy a los estudiantes de primer semestre en su curso de Introducción a la Ingeniería Eléctrica: que no basta con aprobar asignaturas; hay que sumarse a los espacios de trabajo colaborativo, acercarse a los investigadores, encontrar un proyecto que deje huella.
La UTP de sus años como estudiante era otra. Casi todos sus profesores eran de planta, muchos en la recta final de su carrera académica, con una experiencia acumulada que se hacía evidente en cada clase. Nombres como Jorge Eduardo Calle, Jorge Juan Gutiérrez, Eider e Iván Tabares o Eliodoro Cataño son, para él, referentes indelebles. Recuerda la impecable estructura de las clases de Calle, la rigurosidad de Eider en automatización, la cercanía de Álvaro Orozco y su frescura al enseñar, mucho antes de que se hablara de “aprendizaje activo”. De ellos tomó las primeras herramientas para su propio estilo de ser docente.
El paso de estudiante a profesor se dio pronto. Recién graduado, ya tenía publicaciones y resultados académicos que lo hacían competitivo para un concurso docente. En el año 2000 ingresó a la planta profesoral del Programa de Ingeniería Eléctrica. Con los años, entendió que enseñar ingeniería no es solo transmitir fórmulas y teorías: implica aprender a enseñar, diseñar evaluaciones justas, preparar a los estudiantes para que enfrenten retos que van más allá del salón de clase.
Su estilo docente ha evolucionado. Si en un inicio sus clases estaban marcados por diferentes modelos que recogió de sus maestros y de alguna manera replicaba el esquema tradicional —teoría primero, práctica después—, hoy invierte el orden. Prefiere comenzar por contextualizar a los estudiantes sobre lo que hay en el medio, las aplicaciones, las herramientas de la época, para que la teoría llegue como una respuesta lógica a una necesidad concreta. “Es más fácil que un estudiante entienda y recuerde algo cuando sabe para qué sirve”, dice.
En este tiempo ha visto cambiar a la universidad y a sus estudiantes. Pasó de una generación formada en lo análogo con algunos visos de tecnología a jóvenes moldeados por la inmediatez digital y el consumo fragmentado de información. La irrupción de la inteligencia artificial, como antes ocurrió con la calculadora, le exige adaptarse. No se trata de prohibir herramientas como Chat GPT, sino de enseñar a usarlas con criterio, para que incrementen la complejidad y calidad de los trabajos en lugar de sustituir el esfuerzo intelectual. “En algunos cursos, en un semestre, hemos podido subir el nivel de exigencia un 10 o 15% gracias a estas herramientas, pero el reto está en que aprendan a verificar, a pensar, a resolver problemas reales”, afirmó.
Además de sus clases, Germán ha asumido diferentes responsabilidades: fue jefe de laboratorios a comienzos de la década del 2000, dirigió la Maestría en Ingeniería Eléctrica entre 2013 y 2014, y fundó el grupo de investigación Gestión de Sistemas Eléctricos, Electrónicos y Automáticos, que hoy suma casi dos décadas de trabajo.
Habla de la UTP con un afecto que no es retórico: “Esta ha sido mi casa. Uno pasa aquí más tiempo que en su propia casa. Las relaciones que se construyen muchas veces se convierten en relaciones de familia. La universidad nos ha dado todo: formación, trabajo, oportunidades. Lo mínimo que uno puede hacer es aportar para que crezca”.
Siente que aún no le ha devuelto todo lo que quisiera a la UTP, pero lo llena de aliento cada que recibe mensajes de exalumnos que le recuerdan que dejó en ellos huellas para toda la vida. “Al final —manifestó—, estamos formando a quienes van a tener en sus manos la infraestructura de la nación. Esa es nuestra manera de retribuir”.
Pereirano de tradición, amante del conocimiento y de la investigación, adicto al café —como buen hijo de esta región—, Germán se define ante todo como profesor por vocación. Enamorado de su universidad, ha hecho del campus, el escenario cotidiano donde combina enseñanza, curiosidad y compromiso.
Porque, más que un lugar de trabajo, la Universidad Tecnológica de Pereira, ha sido para él el lugar donde ha construido su vida. Y es allí, entre estudiantes, proyectos y conversaciones de café, donde Germán Andrés Holguín Londoño, seguirá haciendo lo que más le gusta: enseñar para que otros también aprendan a construir futuro.