En la Universidad Tecnológica de Pereira, entre probetas, tubos de ensayo, reactivos, herramientas y materiales de clase, hay manos que han acompañado por más de tres décadas la vida cotidiana de un programa por el que han pasado centenares de estudiantes. Germán Darío Pérez Ospina, quien hace parte del equipo de trabajo de la Facultad de Tecnología, adscrito al programa de Química, ha sido uno de esos rostros constantes, discretos y valiosos que sostienen con paciencia y compromiso el funcionamiento de espacios esenciales para la formación universitaria.



Llegó a la UTP hace 36 años. Entró por postulación y su primer destino fue el archivo. Allí permaneció un año, hasta que por concurso accedió al lugar que terminaría siendo su espacio de vida laboral: la Escuela de Química. Desde entonces, su labor ha estado ligada al mantenimiento de los laboratorios: reparar equipos, acondicionar reactivos, rescatar implementos frágiles que parecieran destinados al final de su uso, como esa probeta que lo vimos recuperar con manos de artesano.
“Sí, porque esos vidrios para poder que funcionen de nuevo, después de sufrir alguna ruptura, se necesita que se utilicen, simplemente se les hace su arreglo para que funcionen”, dice con la serenidad de quien sabe que los detalles, por pequeños que parezcan, también educan.
Habla de la UTP con gratitud y con esa calma que da haber caminado largo y con paso firme.
“Este es un trabajo muy halagador, porque no tiene uno mucho complique”, comenta, sin mayores alardes.
Ha sido testigo del crecimiento del campus, del surgimiento de nuevas carreras, de la transformación física y académica de una universidad que, en sus palabras, ha ganado “competitividad” y prestigio.
Pero también recuerda con nostalgia algunos espacios del pasado, como la Corporación de Empleados, donde se compartían momentos de esparcimiento y camaradería.
“Ahí pasábamos muy bueno… y eso se fue acabando”, anota, sin amargura, solo con la melancolía de lo que alguna vez fue parte del paisaje.
Habla de su rutina con sencillez: llegar a la escuela, revisar qué necesitan los estudiantes, reparar lo que haya que reparar. Su sentido del trabajo está anclado a la utilidad, al servicio, al compromiso con el grupo.
“Aquí con los amigos y con todo el mundo es una familia muy buena, porque todos nos comportamos y trabajamos en grupo”, afirma.
Menciona con afecto a compañeros de toda la vida como Jaime Zárate y Javier Cardona, con quienes ha tejido relaciones de confianza y compañerismo.
Germán Darío ha visto pasar generaciones de estudiantes, ha acompañado a docentes, ha facilitado desde su oficio innumerables clases. Y cuando se le pregunta por lo que ha recibido de la universidad, su respuesta no se demora:
“Muchos logros, mi casita, un buen trabajo y muchas amistades”.
La universidad, dice, le ha dado lo que tiene. Y él, con la misma naturalidad, ha dado a la universidad su vida laboral: una vida de constancia, de saber práctico, de trabajo bien hecho.
Ahora, ya cerca del momento de la jubilación, habla con ilusión de ese derecho ganado.
“Uno ya trabajó toda la vida y necesita descansar”, dice.
Y hay en sus palabras una serenidad que honra la trayectoria de quienes han sostenido, con esfuerzo y sin estridencias, la vida universitaria desde lo esencial.
Germán Darío Pérez Ospina es parte de la historia viva de la Escuela de Química. Su huella queda en cada equipo que volvió a funcionar, en cada instrumento que salvó, en cada clase que pudo llevarse a cabo gracias a su labor. Su legado es silencioso, pero profundo: está hecho de compromiso, de paciencia y de fidelidad a una universidad que también es su casa.