Su sensibilidad por los estudiantes es enorme. Ayudó a gestar la mayoría de los programas de acompañamiento desde el Bienestar Universitario. Es la garante en el proceso para que los beneficios lleguen a quienes realmente lo necesitan. Su presencia en la UTP es discreta, pero su actuar es decisivo. La acompañan valores dignos de ser imitados.





Trabajaba en Armenia en diferentes entidades cuando se enteró de una vacante como trabajadora social en la Universidad Tecnológica de Pereira y con hoja de vida en mano y una ilusión tan grande como su nobleza atendió la insinuación de un amigo que le dijo: “busque a Luzvian Zaray y dígale que yo le doy las mejores referencias”. Venía de Comfamiliar Quindío, donde la apreciaban tanto que no querían dejarla ir. Pero en ese momento no había garantías de continuidad, y ella decidió dar el paso.
Su encuentro con la entonces directora de Bienestar Universitario fue exitoso, y fue contratada. Lo recuerda con claridad: noviembre de 1999 fue el momento en que empezó como la segunda trabajadora social de la Universidad. La oficina que le asignaron era apenas un rincón triangular en el tercer piso del actual edificio de Sistemas, justo encima de la entrada principal. “Era chiquitica”, dice, “pero fue mi primer acceso a la universidad, y yo lo amé”. Allí empezó a caminar la institución para conocer su dinámica al punto que el padre Jairo Montoya, la bautizó como “la trabajadora social caminante”.
“La universidad era mucho más pequeña. En ese entonces contaba apenas con cerca de 4 mil estudiantes. “Imagínese la diferencia”, dice. La planta docente y administrativa, toda se conocía y eran relacionamientos más que de compañeros de trabajo, como amigos. ¡éramos una familia!, recalca.
En ese tiempo, los apoyos socioeconómicos eran básicos, y el Bono Alimenticio recién se recuperaba después de haberse perdido el almuerzo estudiantil en una protesta. Ella cuenta con detalle cómo, tras el terremoto del 99, los empleados de la universidad y ASCUN lograron reunir recursos para que estudiantes provenientes del Quindío y Cartago no abandonaran sus estudios por hambre. “Eso fue muy lindo —recuerda— porque nos permitió abrir más puertas”.
Su primer año estuvo marcado por la austeridad: solo ocho monitorías sociales en toda la institución. Pero para Luz Amparo, cada paso se convertía en oportunidad. “Era muy bello ver cómo los estudiantes, al llegar a una dependencia, se enamoraban más de la universidad. Descubrían que aquí había mucho más que clases”.
Con el tiempo, esos programas se multiplicaron. El Bono de Alimentación se amplió, nació la monitoría social, llegaron las Becas Talento con apoyo empresarial, y más tarde el Bono de Transporte. Hoy, dice con orgullo, son 254 los monitores sociales los que se mueven en espacios en los dos roles, prestando un servicio a una dependencia o como intérpretes para estudiantes con discapacidad y en los salones de clase como estudiantes, y lo mejor dice ella, manteniendo promedios altos, es decir cumpliendo el objetivo principal para el que llegaron a la Universidad”
Su entrega ha sido permanente. “Para mí, más que una cifra, es un ser humano que viene, toca las puertas y busca una oportunidad para salir adelante. Verlos florecer, eso es lo que me mueve”. En sus palabras, no hay vanidad, sino gratitud. “La universidad me ha dado la oportunidad de ejercer mi profesión con amor. Ha confiado en mí”.
La confianza le permitió crear y sostener procesos que marcaron huella. Uno de los más recordados fue la Asociación de Padres de Familia y la inducción especial para ellos. “Era hermoso ver papás que venían desde Nariño, desde el Meta, desde veredas lejanas del Cauca, orgullosos de que la universidad los tuviera en cuenta. Llenamos el Jorge Roa y Medicina al mismo tiempo. Yo no me lo creía”.
También estuvo en un proceso que aunque ya no está, le acelera el corazón cuando lo recuerda, la Precooperativa de Estudiantes, su “hijo del alma”, como la llama. Con ella se crearon los primeros Cafés al Paso de la universidad frente a Biblioteca y en la terraza del piso tres del bloque 13, con esa iniciativa se sembró la semilla del emprendimiento estudiantil. Aunque el proyecto no sobrevivió a los cambios normativos, acogió a 195 jóvenes. “Fue bellísimo, y siempre lo llevaré conmigo”.
En cada programa, en cada idea, su sensibilidad ha estado al frente. “Algunos me dicen la doctora Corazón porque muchas de las conversaciones con estudiantes y funcionarios giran alrededor de las relaciones amorosas ”, cuenta con una sonrisa tímida. Y aunque nunca se lo propuso como un título, lo cierto es que muchos estudiantes han encontrado en ella no solo apoyo institucional, sino un oído atento, alguien que les ofrece el calor que a veces falta en la soledad acompañada del campus. “Aquí llegan chicos que han dejado su hogar, sus padres, y necesitan ser escuchados, sentirse acogidos”.
Nacida en Manizales, formada como trabajadora social en la Universidad de Caldas, vivió once años en Armenia antes de llegar a Pereira. Aquí no solo echó raíces profesionales, también continuó creciendo: hizo una maestría en Administración del Desarrollo Humano y Organizacional, y diplomados que fueron ampliando sus herramientas. “La honestidad, la sensibilidad social, la solidaridad, el amor por el trabajo. Esos son los valores que me gobiernan” dice.
Cuando se le pregunta qué significa la universidad en su vida, no duda: “Yo siempre digo que trabajamos en una empresa de prosperidad. Aquí vienen los jóvenes a progresar, a abrir caminos, y si un joven sale adelante, su familia también lo hace. Eso transforma a Colombia, y más allá, al mundo”.
Y cuando habla de lo que le ha dado la universidad, su voz se pierde en el tiempo transcurrido, como devolviendo la película para decir: “Me ha dado la oportunidad de soñar. De ejercer mi profesión con amor. Me ha dado confianza”.


En su historia se cruzan las cifras y las memorias. “Los primeros bonos fueron diez, luego treinta y tres, ahora 2.554”, cuenta. Pero lo que realmente guarda en el corazón son los nombres y los rostros de quienes un día le dijeron gracias. “En un evento reciente me encontré con egresados que me decían: ‘Ustedes no me desampararon con el almuerzo, ni con la matrícula. Y gracias a eso hoy soy profesional, empresario, líder’. Eso es lo más hermoso”.
Luz Amparo ha sido mucho más que una trabajadora social. Ha sido puente, acompañante, sembradora. Y sobre todo, ha sido presencia amorosa para quienes alguna vez necesitaron alguien que los escuchara en el camino de hacerse universitarios.








